Katerinne Orquera

Nacimiento y muerte de las democracias

Con la puesta en marcha de la muerte cruzada viene a la mente aquella frase de Winston Churchill: ‘la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás’. Y es que, como sabemos, esta idea del ‘gobierno del pueblo’ –que nació en la Grecia antigua, en oposición a la aristocracia: el ‘gobierno de los mejores’– pone en cuestión un hecho clave para la vida social: quién tiene derechos políticos.

Aquella primera democracia era restringida –se reducía a los hombres mayores de 21 años, dueños de tierras, que no fueran esclavos ni extranjeros– y quedó en el olvido durante centurias, hasta que la rescató el movimiento renacentista, como parte de un nuevo horizonte cultural, y luego fue retomada por los Iluministas para imaginar libertades políticas que se convirtieron en la base filosófica de las revoluciones que crearon los Estados nacionales modernos.

Es decir que los actuales regímenes democráticos no han sido una concesión graciosa sino una conquista lograda mediante movilizaciones sociales que en diferentes momentos históricos demandaron la ampliación de derechos políticos, a lo que se han opuesto tiranos y líderes autoritarios, como sucedió en la segunda mitad del siglo XX en casi toda América Latina.

En la actualidad las amenazas contra la democracia son más perversas, pues se centran en minar a las instituciones por dentro. El Poder Ejecutivo resta independencia a los organismos de control, cooptar a los miembros del Congreso –que transformados en cómplices dejan de ejercer una oposición relevante– y manipulan los hechos a su favor.

De ahí que Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en ‘Cómo mueren las democracias’, consideren como principales riesgos: naturalizar el comportamiento autoritario, negarse a admitir la legitimidad de los adversarios políticos, fomentar la violencia y restringir las libertades civiles, actitudes que impiden la contención institucional necesaria para el ejercicio de la ciudadanía.