Las murallas siempre han sido un símbolo del temor, la defensa o la estupidez del ser humano. Hay murallas que desafían los siglos, atraviesan el tiempo y se yerguen incólumes cual pétreo testimonio del esfuerzo, la voluntad y la tozudez del hombre. Hay aquellas que se alargan y reptan sin reposo, atraviesan desiertos y montañas, dividen prósperas ciudades y naciones y corren sobre la geografía como heridas mal cicatrizadas en la piel del paisaje. Las lluvias de tantos siglos han pulido sus piedras y no por ello se ha borrado el recuerdo de su origen: el sufrimiento silencioso de aquellos que las edificaron.
Las ingentes murallas que erigieron los déspotas del pasado, ¿qué son sino monumentos al dolor de miles de esclavos que, junto a cada piedra, pusieron el sudor, la lágrima, la sangre lenta y la fatiga adolorida? La muralla que el chino edificó, la del romano, la del señor feudal, las increíbles murallas de Sacsayhuamán en el fabuloso país del Inca, la alambrada electrificada que el nazi plantó en los campos de Auschwitz, la obscena muralla que el ruso levantó en Berlín, ¿no son, acaso, fábricas de tiranos, monumentos de la infamia y el desprecio al ser humano? Las sombras de sus altas paredes se alargan hasta hoy como gritos del pasado, voces oprimidas por el peso de los siglos.
Y hay también otros muros, los muros mentales. Son aquellos que llevamos muy adentro, en el alma. Son los muros que levantan la ignorancia, el rencor y la estulticia; son los muros del silencio, la decrepitud y el olvido; son aquellos que nos aíslan del mundo, nos apartan de la vida y su alegría. Hay muros que eleva el fanatismo, los que edifican la intolerancia, la arrogancia y vanidad de un opresor. Son los triunfos del orgullo, son los muros que protegen nuestro ego, ese Narciso que llevamos dentro y que nos felicita por cada intransigencia, por cada intolerancia. Los muros mentales nos encierran, nos tornan islas, diseminan desconfianzas y recelos, siembran distancias, abren lejanías entre pueblos, regiones y culturas.
En estos mismos días Donald Trump se propone levantar una muralla de miles de kilómetros entre la frontera de los EE.UU. y México. Otro monumento a la arrogancia y la estupidez. Pretende con ello “proteger” su país de la afluencia de inmigrantes mexicanos. El proyecto es un insulto no solo a México, sino a toda América Latina. No sé por qué nuestros líderes no se han pronunciado aún en respaldo a México. La idea de Trump pone en evidencia no solo su desfasada y ahistórica visión del mundo actual sino, además, devela un inquietante indicio de lo que un sector de la sociedad norteamericana piensa de América Latina y su gente. En la era de la intercomunicación global y de un mundo intercomunitario el discurso de Donald Trump actualiza los miedos de la tribu, su palabra nos recuerda el grito del hombre arcaico.