Se nubla el cielo. En una oscuridad estremecida la historia juega su ajedrez de sombras. Los seres primitivos pintan sus cuerpos, cazan en grupos y entierran a sus muertos, pero desconocen la escritura. Hendiendo rocas y cavernas y vivificándolos con pigmentos resueltos en aglutinantes resinosos, crean los primeros murales.
Las Cuevas de Altamira. Arte rupestre. El ser primitivo usó sílex para grabar su desconcierto ante el bello y atroz enigma de vivir. En la Antigüedad y en el período románico prevalece la pintura mural; en el gótico estuvo a punto de desaparecer por la irrupción del vidrio. Proliferan murales en iglesias, pirámides, monumentos, paredes…
La Revolución mexicana alumbró el muralismo. Sus señales más trascendentes: recuperación del pasado, presencia indígena, alma y arte del pueblo. Innovación y principio. Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros difunden en 1923 el Manifiesto del sindicato de pintores y escultores… “Entre un orden decrépito y uno nuevo, los creadores de belleza deben producir un valor ideológico para el pueblo, y buscar como meta ideal del arte, que actualmente es una expresión de masturbación individualista, sea para todos, de educación y batalla”.
La Revolución mexicana fue una eclosión popular que duró diez años, después de los cuales dejó un país devastado, indeciso. Orozco, que estuvo alejado de la radicalidad marxista de sus compañeros, escribe en 1942 su autobiografía. En ella planta su confesión: “Todavía no aprendíamos la técnica de la publicidad… Tal técnica es bien sencilla, se empieza por declarar a gritos que son reaccionarios, burgueses decrépitos y quintacolumnistas todos aquellos a quienes no les gusta nuestras pinturas”.
En nuestro tiempo, “borde de un cambio civilizatorio”, el muralismo ha asumido formas distintas. Monumentalidad y excentricidad, entre sus improntas formales significativas. Los temas más explorados: migración, guerra, xenofobia, racismo, exclusión, género…