Existen dos mundos mentales paralelos. En uno vivimos personas que creemos en la decencia, en la coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos, en la imperiosa necesidad de que lo que sea que afirmemos pueda ser razonablemente comprobado, en el respeto por la dignidad de todas las personas (no solo de algunas), en la apertura a que podamos tener creencias discrepantes sin que eso signifique ni odio ni pelea ni enemistad en la validez de los frenos morales y de la empatía que impiden que hagamos a los demás lo que protestaríamos si nos lo hicieran a nosotros, en la importancia de no abusar de nuestro poder y nuestra autoridad, en la necesidad de reconocer y pedir perdón por nuestras transgresiones, en la vital importancia de conservar nuestra credibilidad y la posibilidad de que se confíe en nosotros, personas que nos avergonzamos cuando violamos nuestros códigos morales y pensamos que no debemos buscar a quién culpar por las consecuencias de nuestras malas decisiones o nuestros errores. No pretendo que seamos perfectos ni siquiera buenos, pero nuestras creencias y aspiraciones apuntan hacia tratar de ser mejores, más plenamente humanos.
En el otro mundo viven personas a quienes no parece importar decir una cosa y hacer otra, afirmar lo que les convenga aun sabiendo que no es verdad, violar la dignidad de las personas, especialmente la de quienes no consideran “suyos” (del partido, de la familia, del propio grupo, como sea que se defina), elevar sus creencias y juicios de valor a la calidad de dogmas y, en consecuencia, tratar de imbéciles e inmorales a quienes no piensan como ellos, que no tienen el menor empacho en maltratar a otros pero reclaman “respeto” para ellos, que abusan alegremente de su poder y su autoridad y se vanaglorian de poder hacerlo, a quienes sus propios excesos y abusos no parecen avergonzar, que jamás se “rebajarían” a pedir disculpas o peor, perdón, a quienes no importa proteger su propia credibilidad y confiabilidad porque, al parecer, confían más en su capacidad para imponerse que en la necesidad de convencer y cooperar, que siempre encuentran a quién culpar por los daños y desastres que ellas causan. No es, tampoco, que estas personas sean satánicas, pero sus creencias y aspiraciones parecen estar exentas de los respetos universales (no los selectivos, que respetan a unos pero no a otros) que son esenciales para la convivencia constructiva.
No habría mayor problema si no hubiese conexión entre estos mundos mentales paralelos. Pero los que vivimos en uno y en otro somos como gemelos siameses que han llegado a odiarse: no queremos oírnos ni vernos, pero no tenemos otra opción. Al final del día, tenemos que decidir si vamos a dedicarnos al odio mutuo, o si debemos construir puentes entre mundos abismalmente distantes.