La promesa del flamante Presidente de Estados Unidos, de construir un muro que separe a su gran país de México, es escalofriante.
En un gesto de desprecio Trump dijo en campaña que México pagaría ese muro. Todo parece coherente con esa teoría de mantenerse en una burbuja imposible en este mundo interconectado con las autopistas del conocimiento de alta velocidad, una globalización que puede derribar el encierro más allá del voluntarismo y las visiones cerradas.
La primera experiencia frente a un muro que separa naciones la viví en la propia línea fronteriza de Tijuana. El gigante cerco era perforado día y noche por centenas de mexicanos pobres que querían buscar un futuro en California. Era ‘el juego del gato y el ratón’. La frase pertenecía a un guardia fronterizo de nacionalidad norteamericana pero de origen mexicano. Nos paramos en una colina y en cuanto se veía a un grupo de indocumentados cruzar él daba alerta a un cuadrón que a toda velocidad los interceptaba. En cuanto la patrulla llegaba otros latinos pasaban en la extensa llanura rumbo a esta tierra de ‘promisión’.
El muro de la ignominia separaba Berlín. Durante años familias y amigos se vieron desgarrados. La llamada Alemania Democrática, la RDA socialista, tejió un cerco que blindó con alambres ladrillos, garitas de guardias armados fuertemente. Solo estuve allí cinco años después de la caída del muro de Berlín pero en el Check Point Charlie (el paso que separaba a Oriente de Occidente) existe un museo que arranca lágrimas y fuertes emociones.
En Cisjordania visité el muro que levantaba Israel para mantener a Palestina aislada. Escuché la explicación del militar y parecía lógica. En un edificio -cuya línea de vista se bloqueaba ya por el muro- se apostaban francotiradores palestinos que causaban matanzas en la ruta más transitada de Israel.
El muro de la ignominia de Trump revive el triste recuerdo de estas fuertes emociones que separan a la gente.