‘Presumo que desde ese instante en que los primeros bípedos con rasgos humanoides trajinaron sobre la faz de la tierra no dejaron de sentir, al igual que las fieras, un mismo instinto depredador. Erguidos y sin el apoyo de las manos para caminar, dejaron de mirar el suelo para ver las estrellas. Entonces, algo nuevo prendió en su mirada; algo que los apartó del ámbito oscuro de lo irracional, que se resolvió en un estado de conciencia, la tristeza de estar solos en un mundo poblado de amenazas y misterios, la añoranza de cierta inocencia perdida. Desde aquella lóbrega noche originaria, la humanidad ha trajinado con la nostalgia de un paraíso del que, sin saber el porqué, fue expulsada un día debiendo, en adelante, marchar por el mundo con la culpa a cuestas; culpa enigmática para el entender del hombre. La añoranza de una edad de armonía y plenitud (“edad dorada” como la denominó el poeta Virgilio), bien perdido para siempre, ha estado latiendo perpetuamente en el subconsciente de cada individuo de la especie humana; algo que se ha explicado como un residuo psíquico de experiencias semejantes que, desde un tiempo inmemorial, han vivido los antepasados y que, de tan reiteradas, han pasado a formar parte de la estructura de nuestro cerebro (Jung).
De esa “edad dorada” habló Cervantes en memorable página de El Quijote cuando puso en boca de su personaje razones tan bien dichas que los cabreros a quienes iban dirigidas lo escuchaban abobados: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados… entonces, los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”. Este mismo espíritu de hermandad triunfa en la “Oda a la alegría” de Schiller y que Beethoven la llevó a su IX Sinfonía.
A contracorriente de los que opinan que el mundo ideal quedó atrás, en la preconciencia del ser humano, están aquellos que, en cambio, sostienen que el mundo feliz está aquí, a nuestro alcance, a la vuelta de la esquina. Leibniz (1646-1716) fue uno de los que alimentó esta idea. Filósofo optimista mimado por la corte de Maguncia, sostuvo que el mundo que vivimos es el mejor de los mundos posibles, obra de la libre elección de Dios. Con cinismo y paradoja, Aldous Huxley (1894-1963) imaginó en “Un mundo feliz” (ficción distópica de la civilización tecnológica del futuro), una sociedad sin amor ni libertad, pesadilla de esclavos en la que triunfa la ética del pragmatismo.
La mitología, la literatura y la religión no han dejado de fabular acerca de ese mítico edén que acunó a los padres de la humanidad, jardín en el que, según la leyenda, todas las delicias eran posibles menos una, aquella que tienta al deseo y pone a prueba la voluntad. Expulsado del jardín de los dioses, el hombre enfrentará un mundo yermo y hostil, descubrirá lo prohibido: la libertad. Dueño de su albedrío y nostálgico del paraíso trazará su camino entre la culpa y la inocencia.