Crecí rodeado de mujeres fuertes. Ante mis ojos de niño, en los setenta, hacían todo lo que la sociedad no esperaba de ellas. Independientes, asertivas, confiadas, atendían los negocios, trabajaban fuera de casa, algunas pedían y negociaban los créditos, iban a los bancos, pagaban deudas.
Eran las proveedoras. Desafiaban abiertamente los roles asignados (se podría decir que aún se les asigna).
Día a día se enfrentaban con sus acciones a los estereotipos convertidos en estándares de comportamiento, en el imaginario social hacían lo que los hombres tenían que ser y hacer, además de que en su día a día cumplían con lo esperado: cuidar a los hijos y hacer “feliz” a su pareja.
Recuerdo con claridad cómo algunas personas, para hablar bien de ellas o -en ocasiones- también para ridiculizarlas, solían decir que ellas “son el hombre de la casa”.
Nunca dejó de extrañarme como en el ámbito de lo público sus maridos eran los que brillaban, quienes ocupaban los cargos gremiales, se dedicaban a la política, los que hablaban, los reconocidos.
Cuando crecí me pregunté más de una vez las razones para esto, a qué se debía la distancia entre lo que la sociedad esperaba de las mujeres, lo que las pasaba en lo cotidiano, la manera que en lo público no se les reconocía.
Catherine MacKinnon, jurista fundamental del feminismo crítico, sostiene que existen dos vías para entender estos temas: el modelo de la masculinidad y el de la feminidad.
La ruta de la masculinidad, conocida como la “regla de la igualdad”, usa ciertas características que se asigna a lo masculino como un ideal que deben alcanzar las mujeres para superar la discriminación: independencia económica, calificación laboral, experiencia en negocios, capacidad de liderazgo, asertividad y confianza, la estima de los pares, estatura física, fuerza o ímpetu, habilidad de combate, inviolabilidad sexual y credibilidad.
En tanto que el ideal de la feminidad, de hecho la forma en que la mayoría de hombres ven a las mujeres, es asociado a la pobreza, a la dependencia financiera, a la maternidad y al cuidado como rol principal, la debilidad, vulnerabilidad sexual y emocionalidad como características principales.
Al asumir esta perspectiva la sociedad enfrenta la discriminación en la idea de la protección, la ayuda y la indulgencia.
Cada una de esas vías parten del supuesto de la identidad absoluta, sin diferencias, sin particularidades, lo masculino y lo femenino se uniformiza, se estandariza.
Las mujeres de mi niñez pudieron desafiar cada día esos estereotipos, incluso quienes parecían cumplir con lo que el imaginario social esperaba de ellas y se quedaban en casa al cuidado de sus hijos y maridos se enfrentaban a lo que parecía un destino inamovible.
Todas ellas con su ejemplo, en un contexto fuertemente machista, me enseñaron las razones para el feminismo, la necesidad de luchar por la igualdad de los derechos más allá del papel, todos los días.