A propósito de los antiguos e inolvidables versos que pueblan nuestro recuerdo desde la adolescencia y que repito aquí: ‘.Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar / que es el morir/ Allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir. / Allí los ríos caudales / allí los otros medianos / y más chicos / allegados son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos’, recordé esta historia antigua y dulce sobre una mujer y un río: En un pueblo de nuestra Sierra, herido de quebradas y atravesado por numerosos ríos, se curaba la melancolía, “Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente’ (una de las poquísimas palabras que dan lugar a una definición cuyo inicio en el DLE es hondamente poético). Esta rara tristeza era, entonces, a ojos de todos, ‘mal’ exclusivamente femenino. Por lo vivido y visto en el pasado, el varón debía callar para sí su añoranza y su nostalgia, sentimientos vergonzantes que lo debilitaban a ojos de sí mismo y de los demás.
Imaginemos pues, a la mujer aún joven cuya melancolía le roba la sonrisa. Macilenta, la llevan día tras día a la orilla del río y la sientan frente al agua con un rosario entre las manos. ¿Qué cuenta ella en su rosario, las avemarías o las penas? Según los sabios del pueblo milenario, el ejercicio de mirar irse el agua en la corriente se llevará, día tras día, las razones de su pena. Penas como días a la orilla del río, días como corrientes secretas, escondidas: Heráclito el Oscuro, sabiamente interpretado por los habitantes de un pueblo lejano, casi inexistente, nos lo dijo hace veinticinco siglos, comparando la realidad con el agua fluyente: ‘Nadie se baña dos veces en el mismo río’: El agua que fluía ya no está, y quien se baña este instante no es el mismo, milésimas de segundo después.
Quizás las penas que se fueron en el agua no hayan vuelto a silenciar a la mujer, porque nuestros ríos interiores se repiten y la insistencia de las penas se insinúa despiadadamente. Aspiramos a que la muchacha pálida y taciturna no haya elegido irse en el agua, no haya buscado ser otra Alfonsina, esta vez nuestra y olvidada.
Pues hemos pedido a Heráclito su ayuda, oigamos ahora a Hegel, cuya referencia a la filosofía como una ciencia posterior a las otras, que busca de ellas el último sentido, se entrega en esta metáfora: ‘la lechuza de Minerva inicia su vuelo al caer de la tarde’. Las lecciones de sabiduría que lo filosófico aporta se simbolizan en la lechuza de grandes ojos abiertos en la oscuridad, y se ejercen a posteriori, sobre un acto, un sueño, un pensamiento pasados, que laten en la penumbra del día de la vida. Entender, comprendernos llega siempre en un ‘después’. ¿Es, entonces, tardío? No: tiene su propio tiempo. Es un saber posterior, ‘último’ decían los filósofos, porque viene al cabo de todas las preguntas sin respuesta que vivimos, de nuestras paradojas e incertidumbres y siempre está más allá…, esperándonos, fluyendo y esperándonos, como el río irrepetible.