La mujer ideal
El hidalgo, enjuto a fuerza de leer libros de caballerías que le han secado el seso y fortalecido su corazón, limpia las armas de sus bisabuelos, va a ver a su rocín y, al buscarle nombre apropiado, lo llama Rocinante, ‘significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora es, que es antes y primero de todos los rocines del mundo’, pero en sus preparativos falta lo esencial: ‘una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores es árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma’… Al tenerla, la evocará antes de sus batallas, al modo de quien reza: si triunfa, le enviará a los gigantes rendidos en el encuentro, y ellos le anunciarán que don Quijote de la Mancha, ‘nunca como se debe alabado caballero’, los había vencido en singular batalla; en la derrota, ella será consuelo y lenitivo. La contempla hermosa, aunque, cuando fue a pedir su bendición para librar sus batallas, la encontró convertida de ‘princesa en labradora, de hermosa en fea, de ángel en diablo, de olorosa en pestífera, de bien hablada en rústica, … y, finalmente, de Dulcinea del Toboso, en una villana de Sayago’. Pero don Quijote, a caballo entre la realidad y el sueño, rehúsa ahondar en la condición de Dulcinea: solo Dios sabe si es fantástica o no lo es.
Lo esencial de su amorosa entrega no es que Dulcinea exista, sino que él la ame: la crea, al amarla, y le asegura un sitio irremplazable en su corazón. El amor construye su objeto, pinta a la enamorada tal como la desea: nadie podrá comparársela en virtudes físicas ni morales: Dulcinea es principal: ‘no la llega Elena ni la alcanza Lucrecia’… ella da sentido a su vida de caballero andante. Su amor es de tal categoría y dignidad, que por Dulcinea mantendrá su honestidad sin mancha: así, en plena batalla nocturna con Maritornes, que al buscar al arriero que la espera, da con el dolorido caballero, este, al tocarla, y aunque su camisa ordinaria le parezca ‘de finísimo y delgado cendal’, las cuentas de vidrio que lleva en las muñecas, ‘preciosas perlas orientales’, los cabellos hirsutos, ‘hebras de lucido oro’ y su aliento trasnochado, ‘olor suave y aromático’, … la virtud de su amor le obliga a confesar su prometida fe a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de sus pensamientos ‘que si esto no hubiere de por medio, no fuera yo tan sandio caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto’…
Su destino es Dulcinea: en su vida solo ella prevalece, a ella han de dirigirse sus efluvios y su inquebrantable voluntad de creación y recreación de la mujer, objeto de ese amor. Amada inmortal, no es la rústica labradora que parece, sino la sin par creación de la imaginación quijotesca. Si nadie la vio jamás, don Quijote la lleva grabada en su corazón: ella es la ‘luz que alumbra el camino de la noche de la vida’. Sin ella, no cabe pensar en Don Quijote, aunque solo Dios sepa si hubo o no, Dulcinea en el mundo. ¿Nos atreveremos nosotros a negarla?
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