Hablar de la muerte en público es siempre delicado. Escribir sobre ella en EL COMERCIO es un desafío y quizá alguno piense que el pudor debería de mantenerme callado… Y, sin embargo, la muerte nos acompaña a diario, nos toca de cerca y salpica nuestra conciencia, creyente o no, hasta el punto de cuestionarnos el sentido y el valor de la vida. Esta confrontación simboliza la fragilidad de nuestra esperanza hoy en día.
La caída de las grandes narrativas del pasado, no tan lejano, hacen que nos centremos en nosotros mismos. Nos prometían un mundo maravilloso, un progreso sin fin… y, al final, nos encontramos siempre con el mismo muro infranqueable e inevitable: hasta la vida más hermosa tiene fecha de caducidad.
La Iglesia experimenta continuamente estas inquietudes. Lo cierto es que un gran número de personas no se bautiza o no se casa por la Iglesia, pero la mayoría sigue pensando en ella a la hora de morir. Incluso el presidente francés Mitterrand, un agnóstico reconocido, dejó unas instrucciones enigmáticas: “Une messe est possible”.
Y, aunque tropiece con el recelo de alguno, hablando de la muerte no puedo dejar de hablar de la belleza. “Dogma” es una palabra negativa para nuestra sociedad, pero la belleza posee su propia autoridad. Nos habla de la esperanza de que la vida puede tener un sentido último. Cuando contemplamos algo bello, más aún si lo creamos, experimentamos el deseo profundo y existencial de vivir para siempre, algo así como el sueño de brincar por encima de la nada. Podemos destruir la belleza, pero siempre permanecerá su nostalgia.
Hoy, vivimos inmersos en una cultura que maquilla la muerte hasta negar su concepto. Pareciera que sólo se mueren los demás… Eso podemos hacer, negar el concepto, pero no el hecho de morir. En algún momento tendremos que afrontarlo. Hacerlo desde la fe nos consiente alimentar las más bellas esperanzas y vivir, no desde el vacío que la oscura muerte provoca y ante la cual sólo cabe domesticar los sueños, sino desde el compromiso de ser humanos para siempre.
En un mundo que ha perdido utopías, los cristianos tendríamos que ser un signo de esperanza, por nuestra forma de vivir y por nuestra forma de morir. Si no lo somos quizá sea porque no hay forma de quitarnos ese miedo ese miedo servil que nos impide confiar y arriesgar la propia vida.
En los primeros años de la fe cristiana las enseñanzas de la Iglesia -la creencia en un solo Dios, que al mismo tiempo eran tres personas, y la idea tan extraña de los cuerpos resucitando de entre los muertos- podrían parecer extravagantes y toscas, pero la valentía de los mártires ponía de relieve que el cristianismo era un enigma que no se podía ignorar sin más. Se trataba de un signo que hablaba de la esperanza. Quizá hoy nuestra sociedad necesita de una fuerte dosis de valentía cristiana. El miedo siempre nos hará serviles, mientras que el valor reafirmará nuestra libertad.