A causa de la “cultura de la imagen”, entró en agonía la imaginación. Poco queda de ella ante la avalancha de la televisión, el video, etc.
La clase media, víctima complaciente de la invasión, dejó de soñar, de leer y de escuchar.
Ahora, “le dan imaginando”. Casi no queda espacio para divagar por cuenta propia. Casi todo está dicho, exhibido y sintetizado. La antigua capacidad soñadora fue suplantada por la pasiva actitud de ver, y de asumir como definitivo y verdadero lo que vende la pantalla.
Triunfante la “cultura de la imagen” y derogada la imaginación, al parecer, le llegó el turno a la inteligencia, a la capacidad analítica y a la disposición para atender.
Los medios electrónicos contienen inmensos depósitos de datos, las enciclopedias virtuales están al alcance de todos, los sitios web suplantan a los profesores.
Esa democratización del conocimiento tiene incuestionables aspectos positivos, pero, a la par, el fenómeno provoca una especie de estupidez colectiva, de embobamiento universal: nadie atiende ni entiende; jóvenes y viejos se transforman en una especie de autómatas conectados a la tableta y al teléfono; es casi imposible que se desconecten y escuchen, difícil que lean y analicen.
Las conversaciones se hacen a medias, en los raros intervalos en que la lucidez alumbra al interlocutor; el resto del tiempo es un monólogo de distraídos, de desconectados, cada cual sumergido en el mundo infranqueable de su soledad mediática. En semejantes condiciones, es muy difícil profundizar alguna idea. Ahora, casi hay que dibujarlas, representarlas en juegos o imágenes.
Todo se vuelve sumario, elemental, infantil. Los “análisis” se transforman en eventos mecánicos que giran en torno a unas cuantas nociones primarias. Todos quieren esquemas porque se perdió la vocación para leer. No hay ni tiempo ni paciencia. Hay pereza. El cerebro ya no está para eso y el apuro no da para más.
Los conferencistas, por dinámicos que sean, se arriesgan a que el público se aburra a los cinco minutos, porque, además, deben competir con el coro de teléfonos y el susurro de los telefonistas, o sea, con la mala educación.
Imposible hacer una presentación razonable, sin los sobresaltos que impone la urgencia de los oyentes de responder al instante la llamada, o de mirar lo que llega por correo.
En realidad, las conferencias son ficciones en que algún aventurado se arriesga a decir algo sin que se le escuche: la gente está en la luna, cada cual en su onda.
El escenario, salvo si lo ocupa un cómico o una banda de música, ya no genera “el punto focal de atención” del público, ahora hay tantos puntos de atención dispersa como concurrentes al evento.
¿Es la nueva cultura, o es un proceso de abdicación de las ideas y de renuncia a la capacidad de pensar?