Marco Antonio Rodríguez
La muerte y la ‘condición humana’
La cabeza decapitada de Luis XVI no fue la de un rey (o la de un ciudadano común llamado Luis Capeto) sino la de la monarquía. El pueblo escuchó de sus labios que era inocente, y era verdad: sumisamente había renunciado a todo lo que el nuevo sistema le había pedido. Las lágrimas de algún pedazo de ese pueblo que aún lo quería fue un sollozo de adiós a la realeza y, a la vez, una bienvenida a la monarquía al reino de los muertos.
“Guardando las distancias”, diría nuestra inveterada minusvalía, la muerte de Fernando Villavicencio marcó un punto de inflexión en el destino histórico inmediato del Ecuador. La pupila lerda del tiempo se encargará de poner el INRI (rótulo de escarnio que transgrede los tiempos) en el nombre de sus victimarios.
Enfermos, casi todos, de hibris, son insaciables: pastorean a látigo su rebaño de ovejas; designan a cualquier tonto de capirote como su sucesor; copan las instituciones republicanas con monigotes y fanfarrones; hacen y deshacen con el quietismo de los demás –cómodos críticos de pacotilla sentados en muelles sillones lanzando dardos, centellas y quejas–. ¿Quién mató a Villavicencio? El grupúsculo cada vez más amplio de gatilleros aprehendidos apenas cuenta.
Ofenden la inteligencia y la dignidad del pueblo quienes creen que vamos a admitir semejante embuste. Detentadores del poder urdieron el crimen. Los operadores son desechables, por sus manos dispararon omnipotentes y omniscientes ejecutores, es decir, los diosecillos ambulatorios que pululan en los albañales de la política.
De inmediato una torva muchedumbre cayó sobre el cadáver de Villavicencio (velatorio de buitres). Hay seres para los que la historia se dispone como un destino. Este es su caso.
Los que distraen un crimen a su favor son peores que sus perpetradores. ¡Con qué inhumanidad forcejean por jirones de su memoria para sus protervos fines! ¿Será posible pedir que dejen en paz a quienes llevan su sangrey a sus verdaderos amigos?