La decisión de Alianza País de mantenerse como movimiento político y no transformarse, como producto de una dinámica institucional y democrática, en un partido, no resulta sorpresa para nadie. Mantener la actual estructura -si puede hablarse de una- resulta natural y adecuado al proyecto de poder impulsado por el Régimen.
La medida adoptada por la cúpula del movimiento AP obedece a razones políticas y prácticas. La primera y, quizá, la menos importante se relaciona con el estigma que torpemente se ha impuesto a los partidos, confundiendo dirigencia partidista con estructura y olvidando su importancia como institución política. Es verdad que los errores de muchos dirigentes políticos desencadenaron la lapidación colectiva e irracional de los partidos. No debemos olvidar, sin embargo, que esta ola destructiva fue propiciada también por algunos medios de comunicación que actuaron sin reflexión ni freno. Hoy prevalece la falsa noción de que los partidos políticos son, por definición, organizaciones sórdidas y decadentes y el resultado es una eclosión de movimientos sin estructuras, proyectos o ideologías y un rechazo hepático y suicida a la democracia representativa moderna.
La decisión de AP obedece también a razones más poderosas que derivan de la naturaleza del Régimen y sus objetivos de conservación de poder. AP es, fundamentalmente, una maquinaria electoral que promueve un proyecto populista y personalista. Bajo esa hipótesis, el paraguas de “Movimiento”, sin estructuras democráticas ni ideología, facilita el control informal y directo de las diversas facciones que apoyan al Régimen. Coexisten grupos radicales como los de Patiño y Ramírez con sectores moderados como los de la ministra Cely o Ruptura 25. Un discurso populista, sin rigor ideológico y con tintes sentimentales y vindicativos, permite la coexistencia de grupos contradictorios al interior del Movimiento.
Los partidos, por definición política y semántica, son “partes” de un sistema plural y competitivo llamado democracia representativa. AP aborrece este sistema y privilegia la denominada “democracia delegativa” que permite al “elegido” gobernar a su antojo por encargo directo del pueblo soberano y por encima de instituciones y reglas. Bajo esta lógica, AP se ha erigido en una organización hegemónica que coexiste con una periferia de partidos de oposición de segunda cuya función es servir de coartada democrática ante el país y el mundo. Y califico a estos grupos como “de segunda” porque son organizaciones políticas sin posibilidades reales de competir por el poder. Como dice Sartori, la simulación de un “mercado de partidos” constituye una salida psicológica y una válvula de escape para aplacar a la oposición. El mejor ejemplo de movimiento hegemónico fue el PRI de México.