El morisco Gabo

Cuando uno trae al recuerdo la morería, lo mozárabe, lo morisco medieval lleno de pensadores y poetas y juglares, siente de inmediato el profundo nexo de ese mundo con aquello que en América se ha llamado ‘lo caribe’. Hay mucho de la gracia y la ternura de Ibn Hazm en el verso rítmico de Nicolás Guillén, o de la certera ciencia de Maimónides o de Averroes en Pedro Henríquez Ureña, Juan Bosch o Mariano Picón Salas.

Hay marcas del espíritu caribe imborrables y definitivas: el lenguaje como principal herramienta en la apropiación del mundo; la legendaria condición matriarcal; la poligamia aceptada a pesar de la cristianización; el amor por la lentitud, el carácter pacífico de sus miembros más destacados; la delicadeza en las maneras y la melancolía –a pesar del tono festivo de la vida–, y la preferencia secreta por los espacios cerrados. La cálida nocturnidad en la poesía.

Todo eso podría decirse también de la cultura en Marruecos o en Argelia, en la Andalucía del siglo XVII o en el Líbano del siglo XIX. Hay que recordar aquí que los establecimientos masivos llamados luego ‘caribes’, en las costas de Colombia y Venezuela, Cuba, Puerto Rico o La Española, son un producto tardío de la colonización, es decir que datan de la expulsión de los moriscos en el comienzo del siglo XVII.

Viajeros que habían sido musulmanes y siguieron siendo algo similar en América, tras su aceptación incondicional del Dios único de los cristianos y de los valores oficiales de la hispanidad. He ahí, en los moriscos ocultos de América, un nexo de oro con la raza de Macondo, la cual sigue esperando, siempre, su segunda oportunidad.

Reconozco que habría que teorizar más para llegar con justeza al meollo de este asunto. Pero los autores árabes más clásicos –y aun muchos contemporáneos, como Naguib Mahfouz o Amín Maalouf– tienden de modo natural a adscribirse a ‘lo real maravilloso’, como lo llamó Alejo Carpentier.

Hay en lo morisco un excelente desarrollo de los elementos constitutivos de esa retórica, un culto preciosista del arte de narrar y un gusto sofisticado por los matices, los entreveros y el humor, factores que son arquetípicos de lo que tanto se ha destacado en el análisis de la compleja obra garciamarquiana. Obra cuyo encanto podría derivarse, en parte, de fuentes inesperadas con las que está históricamente conectada.

Su tono desparpajado pero a la vez contenido, sus preocupaciones minuciosas por el ritmo de la lengua y por la gracia de la expresión, su laberíntico y a veces dolorido sentido del humor, su apreciación del juego del lenguaje como elemento vivificante en la literatura son marcas de esa condición morisca tan poco resaltada entre nosotros. El ‘turco García Márquez’, como lo llamaban en París en los cincuenta, era en efecto un cultor obsesivo y diligente de lo que en la vieja al-Ándalus se llamaba Al-Adab: la elocuencia y su control y maestría, la transparencia y la mesura expresadas en palabras.
Valga también esta hipótesis como homenaje a este grande que nos ha dejado.