Se abre el telón y aparece Hamlet, el mismo, el de siempre, el príncipe de Dinamarca. Avanza cargando una valija. Es una maleta azul, gastada por los años. En el brazo izquierdo, para ayudar al auditorio, trae acunada la típica calavera que identifica al personaje.
Hamlet viste traje safari y lleva puesto un sombrero de paja. Luce algo incómodo con esa ropa. Se detiene, mira hacia el frente, otea también hacia sus lados, buscando. Tras unos segundos, exclama: “¿Ya llegué? ¿Esto es Venezuela?”.
Se cierra el telón.
El espectáculo ya ocurrió. Nada de lo que se hace, sin aviso y a las 02:00 de la mañana, es transparente. La apertura del sarcófago del Libertador, y todo lo ocurrido esa madrugada, no pertenece al discurso de la información, no califica como noticia sino como representación. Todos los venezolanos, de bando y bando, lo sabemos. Más allá de la interpretación que cada quien quiera darle. No era una primicia. Estábamos ante una ceremonia.
Se abre el telón: en un costado del escenario, se encuentra la fiscal general de la República. Su figura destaca sobre un fondo completamente negro. Está detenida frente a un pequeño esqueleto de plástico, detallando con interés los huesos. En el costado opuesto sólo caen gotas de sangre. De manera acompasada, puntual. Cada vez a mayor velocidad y de manera más dispersa. Pronto podrían ser una lluvia. Mientras baja el telón, ella sigue sin voltear. Al igual que en la conocida pieza de Shakespeare, el origen de todo pertenece al territorio de lo inasible, de la intuición, del sueño. Un pálpito o un fantasma pesan lo mismo. La tumba de Bolívar está abierta sólo porque alguien siente un latido, porque alguien cree que el Libertador fue asesinado. No tiene ninguna prueba. No posee otro argumento más sólido que su vocación personal. Supone que puede oler el crimen a la distancia de 180 años. Al menos es la excusa.
El uso de la figura del Libertador cuenta con una larga tradición en la historia política del país. Pero quizás nunca como ahora había existido una voluntad tan mediática y mesiánica. Ya las cenizas del culto también son un show. El Gobierno ha convertido la patria en género televisivo.
Aludiendo a la propuesta de reconstruir -con la ayuda de un software especializado- las facciones del Libertador, el escritor Javier Guerrero ha puesto a rodar una duda que sintetiza extraordinariamente la mejor suspicacia ciudadana ante las maniobras de poder: ¿A quién se parecerá ahora la cara de Bolívar?
Tal vez por eso Bolívar debe morir de nuevo. Para resucitar con otro rostro. Se abre el telón: se avisa al público en general que a partir de este momento y hasta nuevo aviso, el país no existe.