Fander Falconí
Ni siquiera el ultraderechista Donald Trump se atrevería a acusar de ecologista, peor de socialista, a The Economist, la publicación insignia del capitalismo neoliberal.
Por eso sorprende encontrar un artículo en sus páginas que condena el monocultivo. El Papa Verde (de la novela de Miguel Ángel Asturias) se habría santiguado horrorizado, pues la United Fruit se asentaba en el monocultivo del banano en Centroamérica.
En resumen, advierte el artículo “Growing pains” de The Economist (una posible traducción sería ‘Dolor en aumento’) del 12 de septiembre, el monocultivo es peligroso para la humanidad. Hoy gran parte de la población mundial depende de apenas 30 cultivos. El año 2050, se supone que la población estará mejor alimentada y consumirá 70% más alimentos que hoy. Una simple plaga podría causar una hambruna, ni se diga el calentamiento global que causará sequías en Norteamérica e inundaciones en Asia. Claro que la revista no menciona las causas principales de las hambrunas: la distribución desigual y el desperdicio programado.
La solución está en disponer de semillas de las variedades silvestres o variedades cultivadas menos evolucionadas de esos grandes cultivos y, por supuesto, de varios otros, como alternativos. La responsabilidad de preservar la biodiversidad es de los gobiernos, dice la publicación y propone ampliar los bancos de semillas. Eso es parte de lo que hemos estado predicando hace tiempo en el sur del planeta, al hablar de bioconocimiento. Recopilar información sobre la vida para salvar vidas, es una ciencia con conciencia.
En estos momentos amenazados por una crisis civilizatoria, el bioconocimiento es una misión prioritaria. Sin embargo, impulsarla requiere de esfuerzos grandes: fortalecer la investigación en las universidades y en las empresas productivas. Reducir el deterioro de nuestros ecosistemas es indispensable, hasta para poder hablar de bioconocimiento.
Cuidar el ambiente, con leyes pero más con prácticas, es esencial. El bioconocimiento proviene de la biodiversidad, la que no está en su totalidad inventariada. Pero no es suficiente. Hay amenazas externas, aparte de quienes siempre se han beneficiado de determinadas prácticas.
Hoy, la amenaza que más debe preocuparnos es la biopiratería. Los biopiratas ingresan a nuestros países para saquear la biodiversidad y apoderarse de los saberes ancestrales, en especial en el campo de la farmacéutica. Hay varios ejemplos: la ayahuasca patentada en 1986 en los EE.UU., ranas sustraídas para investigar y extraer medicinas más fuertes que la morfina, e incluso robos genéticos a seres humanos -la extracción de sangre a los huaorani por parte de la empresa Maxus en los años 1990 y 1991-.
Para colmo, el capitalismo supranacional está patentando lo robado. Esa práctica inmoral causa mayores desigualdades entre países ricos y países pobres. Un dolor en aumento.