Montesquieu pelucón

Montesquieu debe estar rascándose la cabeza bajo tierra y preguntándose qué cornos pasó aquí. El famoso pensador francés (1689-1755) fue uno de los pioneros en bosquejar un sistema que condujera a la división del poder político, a su control efectivo, y a los intentos por evitar cualquier tipo de rebose o desmesura.

Él sabía claramente que el efecto fundamental del poder es el desborde: quien tiene el poder por definición quiere más y más poder, sin límites y sin cuestionamientos. Tomando como base al sistema político inglés, en un célebre tratado llamado El Espíritu de las leyes, ideó una arquitectura constitucional por medio de la cual el poder estuviera lo suficientemente dividido como para que disminuyan los riesgos de abusos y para que las libertades públicas no corran peligro. Argumentaba que, “Del mismo modo que la virtud es necesaria en una República y el honor en una Monarquía, en un Gobierno despótico es necesario el TEMOR: la virtud no se necesita y el honor sería peligroso”. (Mayúsculas en el original)

Si bien la división del poder político en sus tres funciones clásicas: Ejecutiva, Legislativa y Judicial está difusamente delineada en la obra del barón francés, su idea (ésta sí, verdaderamente revolucionaria).

Fue puesta en práctica por otro grupo de pelucones: los creadores de la Constitución estadounidense de 1787.

Cuando estos señores pusieron en práctica la primera Constitución escrita, y de paso inventaron el régimen presidencial (que Ecuador adoptó desde 1830), pensaron que no había más alternativa que dividir el poder en tres ramas. Así, el Legislativo hace las leyes, el Ejecutivo las aplica y el Judicial resuelve los conflictos. Las tres funciones, a su vez, se controlan entre sí, justamente para evitar qua una de ellas acumule demasiados poderes. Desde entonces el ser humano no ha concebido ningún sistema mejor, o menos malo si quieren. En las épocas del iPod y de las suegras digitales y “high definition”, todavía no hay ningún invento tecnológico que supere las ideas de Montesquieu.

Así, la iniciativa de crear un “quinto poder” (fórmula copiada de Venezuela, vivan la soberanía y la segunda independencia) que se encargue de hacer tras los telones lo que normalmente hacen las funciones legislativas es, por lo menos, un dislate y por naturaleza algo antidemocrático. Con la excusa de que los partidos políticos controlaban todas las dimensiones del poder, ahora hemos puesto en práctica un sistema estrambótico por medio del cual unas personas vinculadas y recomendadas por los poderosos de turno toman las grandes decisiones del Estado sin debate y sin haber sido electas popularmente.

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