No creo que interpretar uno de los mensajes más reiterados del Pontífice Romano durante su visita al Ecuador pueda entenderse como una manera de politizar sus palabras. Creo que aquel mensaje fue en sí mismo tan amplio y englobante, que lo político tiene en él legítima cabida, y tan clara, que no es necesario forzar las palabras ni la semántica para asimilar sus contenidos.
Me refiero, desde luego, a la insistencia con que la mayor autoridad de la Iglesia Católica instó a la construcción de una sociedad que sea capaz de incluir efectivamente a todos, sin excepciones de ninguna naturaleza, y menos si se trata de aquellas que se fundan en un tácito juicio sobre la intención o la buena voluntad de los demás.
El diálogo, ha dicho el papa Francisco, es el único medio de lograr la ardua construcción a la que están llamados todos los católicos, sin distinción de jerarquías, pero también quienes no lo somos.
Nadie puede creer que lo dijo sin saber lo que ha estado ocurriendo en nuestra convulsa sociedad: al contrario, me parece que fue su respuesta a una situación de ánimos crispados y posiciones inflexibles.
De hecho, la respuesta oficial a las recientes manifestaciones de protesta ha sido la convocatoria a un diálogo, pero tal convocatoria ha estado acompañada de la insólita advertencia de que en él podrán participar solamente las personas y grupos de buena voluntad.
Después de las masivas manifestaciones públicas de adhesión a las orientaciones pontificias, me parece que no hay, no puede haber, razón alguna para insistir en esa inexplicable advertencia, que es por sí misma una regla excluyente.
Una serie de temas, entre los que se incluyen varias reformas constitucionales, algunas leyes y no pocas políticas gubernamentales (sin contar con varias formas de conducta), han venido exigiendo que se considere la opinión de todos los ecuatorianos, y no veo otra manera de hacerlo que seguir el camino que ya fue abierto en Montecristi: la consulta popular.
Tal como se dijo en su momento, ese es el camino más idóneo, el más democrático, el más incluyente, el más ajustado a las palabras del jerarca católico, el que más garantías tiene de ser aceptado por todos, sin reticencias, en un primer acuerdo nacional: el acuerdo de prestar atención a todos, sin ninguna exclusión, sin “descartes”, y de adoptar las decisiones que se impongan por voluntad de la mayoría.
Un camino semejante, que es perfectamente constitucional y legítimo, incluye también la decisión de abandonar la equivocada actitud de aquellos que han gritado en las calles pidiendo la cesación del mandato presidencial. Lejos de sostenerla, es preciso decir que el Gobierno debe continuar en el ejercicio de sus atribuciones, sin agregar ni quitar ninguna de las que le asigna la Carta fundamental del Estado; y es de esperar que lo haga enriqueciendo su vocación de servicio, tantas veces proclamada, y moderando los excesos en los que a veces ha caído.