Sucedió el año pasado, cuando prendí el canal de National Geographic para mirar animales en medio de la selva. ¡Oh, sorpresa!, en lugar de los inteligentísimos orangutanes que parten semillas con piedras, asomó un simpático Einstein formulando la teoría de la relatividad y cuerneando a la esposa con su prima. Hoy, en la segunda temporada de Genios, le ha tocado el turno a Pablo Picasso, representado en la madurez por su paisano Antonio Banderas.
Pero en lugar de adentrarnos en el enigma del iluminado que transformó la pintura del siglo XX, asistimos a las relaciones de dominación que este seductor va estableciendo con sus musas y pensamos que si hubiera funcionado entonces algo como el #metoo, por el billete y la fama que tenía le hubieran clavado más de un juicio.
Basta recordar el escándalo que armó ‘Vida con Picasso’, escrito por Françoise Gilot, quien desnudó el egoísmo sin límites del maestro con el que se había embarcado a sus 21 años. “Soy la única mujer que dejó a Picasso. La única que no se sacrificó al monstruo sagrado”, declararía esta pintora menor que obtiene mucha cámara en la serie porque concibe dos hijos con él, Claude y Paloma, futura diseñadora, en un romance que surge durante la ocupación alemana de París.
Pregunta: ¿se debe juzgar a un artista por su vida más que por su obra? En el caso de L.F. Celine, el gran escritor francés que se volvió nazi, Vargas Llosa se opone a que censuren su publicación pues, si se juzgara la obra por la vida de los autores, pocos libros quedarían en pie. El problema es que la serie para TV se enfoca en los amoríos y las frivolidades del malagueño, sin ahondar en el significado de un trabajo titánico que cambió nuestra manera de ver el mundo. Y tampoco ayudan declaraciones suyas del talante de: “Para mí la mujer es una máquina de sufrir”.
Técnicamente, Genios mantiene un nivel cinematográfico y el casting es de primera, empezando por Banderas y Alex Rich, el Picasso joven que asoma a cada rato pues la narración se desarrolla en varios tiempos paralelos. No es culpa de ellos si el guión y la dirección apuntan por un enfoque más ligth, más aceptable para el gran público, donde me incluyo de mil amores pues es un placer que te lleven de la mano por el mitológico Montmartre del siglo pasado, con su altísima densidad de genio por metro cuadrado, en esa atmósfera melancólica de talleres, tabernas y bailarinas tristes. Así asistimos al nacimiento de ‘Les Demoiselles d’Avignon’ y también del ‘Guernica’, llamado a ser el ícono de un siglo castigado por dos guerras mundiales.
Pero fue tan subversivo pintar a las figuras desde varias perspectivas simultáneas, convertidas en símbolos de sí mismas, que debieron pasar décadas antes de que el público pudiera asimilarlas y colgar en sus apartamentos posters de unas mujeres llorando.