Conviene observar y tratar de comprender el estilo de vida que nos rodea, que, en cierta medida, coincide con nuestra personal forma de vivir. Por un lado, está el tiempo que dedicamos a trabajar. Bueno sería que fuesen las ocho horas establecidas, pero en este, como en otros temas, estamos a merced de las exigencias del proceso productivo en el que estamos metidos hasta las cejas. Por otro lado, está el tiempo del descanso, el que dedicamos con entusiasmo a rendir culto al propio yo, esclavos de una cultura hedonista que busca el placer y huye del dolor.
El tiempo que dedicamos al ocio se ha vuelto de una complejidad invisible, quizá porque sobre él planean no pocos intereses. En primer lugar, hay que huir del aburrimiento solitario, falto de experiencias excitantes. Hoy, lo más top es practicar deportes de riesgo y correr aventuras al desnudo que muestren al vecindario nuestra capacidad de riesgo y nuestro espíritu aventurero. La contraparte de semejantes experiencias es bastante más sedentaria y tiene forma de pantalla. Me refiero a la tecnología, capaz de exterminar (si no hacemos de ella un uso correcto e integrador) nuestras tradiciones históricas y culturales.
Fuera de nuestros pequeños reductos personales, las personas dependemos cada vez más de las mentes privilegiadas de los nuevos hechiceros. Ellos son los que nos llevan y nos traen, marcando el campo tecnológico en el que hay que trabajar o divertirse (o, simplemente, entretenerse).
Internet, WhatsApp o las múltiples redes sociales se van convirtiendo en una auténtica prótesis auxiliar que permite el acceso a un vasto mundo de posibilidades, informaciones y contactos, pero que, al mismo tiempo, nos va metiendo en la inmensa maraña de la economía global capitalista. No deja de ser curioso que en nuestro ocio todos trabajamos para Google, Facebook o Amazon, los nuevos amos del planeta. Y encima pagamos por ello.
Me imagino a don Carlos Marx paseándose por la Plaza Roja, enchufado en alguna pequeña pantalla. Posiblemente pensara: “¡Este sí que es el opio del pueblo!”. No seré yo quien prescinda de las pantallas, pero no quisiera que mi vida consistiera únicamente en dar vueltas y vueltas en torno a ellas, esclavo de un fatídico espejismo: pensar que, porque estoy informado y entretenido, vivo ya comprometido con la historia de mi pueblo y de mi mundo.
Quisiera dedicar este artículo de opinión a los más jóvenes. Ellos llevan la tecnología no en el bolsillo, sino en la cabeza. Pareciera que semejante prótesis se la hubieran implantado al nacer. No necesitan sucumbir a su encanto, posiblemente ya no sepan vivir de otra manera, Difícil resulta hacerles comprender que se trata sólo de un instrumento que, como todo en la vida, hay que saber utilizar bien. Ojalá descubran que hay valores, emociones y experiencias de las que cada uno tiene que ser sujeto y protagonista.