Entiendo que a la Iglesia le den palo tirios y troyanos. Abuso es abuso venga de donde venga. Y si de alguien habría que esperar un comportamiento impecable y generador de confianza sería precisamente de aquellos que predican la necesidad de hacer el bien. El abuso es más grave y escandalosa en la Iglesia, porque contrasta con su autoridad moral y su credibilidad ética.
No obstante, a raíz del encuentro vaticano del pasado febrero, tengo que romper una lanza a favor de la Iglesia. La suerte está echada y hoy el clero católico sabe que en la Iglesia no hay sitio para los pederastas y que, quien meta mano donde no debe, será llevado ante la justicia. Más allá del ámbito eclesial, hay que reconocer, una vez más, que la gravedad de la plaga de los abusos es por desgracia un fenómeno históricamente difuso en todas las culturas y sociedades, un tema tabú del que casi nadie hablaba. Todavía en la actualidad las estadísticas disponibles (publicadas por la OMS, Unicef o la Interpol) no muestran la verdadera dimensión del fenómeno, muchas veces escondido entre los desagües de la vida familiar y social.
Como las desgracias no vienen solas, la angustia de las víctimas (ellas tienen que ser nuestra gran preocupación) se traduce muchas veces en amargura, suicidio y deseos de venganza que llevan al abusado a hacer lo mismo con los demás. Lo cierto es que millones de niños son víctimas de la explotación, del turismo sexual y de los abusos. Según los datos oficiales del gobierno americano, en los Estados Unidos más de 700.000 niños son víctimas cada año de violencia o maltrato, lamentablemente la mayoría en las propias casas de los menores. Teatro de la violencia no es sólo la casa. Puede serlo también la escuela, el deporte, el barrio y, desgraciadamente, la iglesia. Y no sólo. Piensen también en la web, en la violencia y en los abusos perpetrados online.
Castigar a los culpables se vuelve absolutamente necesario, pero a la luz de las estadísticas y de la extensión del fenómeno (en el tiempo y en el espacio), castigar no es suficiente. Necesitamos crear una cultura de respeto, de paz y claramente preventiva. Siento que la Iglesia, para salir de este pozo de miseria y recuperar la credibilidad perdida, necesita entonar un sentido mea culpa y sumarse a todo movimiento de liberación a favor de las víctimas.
Si alguna vez, por el maldito prestigio público, se encubrió algún delito, hoy semejante prurito se vuelve imposible. Las normas son claras:
-Apoyo incondicional a las víctimas.
– Colaboración irrestricta con la justicia civil.
-Proceso canónico: investigación inmediata, suspensión ante la noticia de los crimina graviora y expulsión del ministerio en caso de sentencia condenatoria.
-Y algunas cosas más que todos deberían de leer para actuar con la misma claridad.
Francisco ha sido taxativo: en la Iglesia no hay sitio ni para pederastas ni encubridores.