Invisibles y visibles

Mi amigo, el cinéfilo, me envía “Pan del cielo”, una película imprescindible en la que los invisibles se hacen visibles. Trata sobre las personas sin hogar y sobre la calidad y penetración de nuestra mirada, capaz de ver, si nos lo proponemos, lo que normalmente no se sabe o no se quiere contemplar.

La historia es hermosa y sugerente: una pareja sin techo encuentra un niño en un basurero de la gran ciudad. Lo llevan al hospital, pero, oh sorpresa, ni los médicos ni las enfermeras logran verlo. ¿Será una alucinación? Miren por dónde, en el campamento de los sin techo, las personas invisibles para la sociedad sí pueden ver al bebé, verlo y cuidarlo con mimo. Lamentablemente así pasa en la vida: los pobres se vuelven invisibles o, más bien, nos acostumbramos a su presencia hasta el punto de que, poco a poco, los situamos en el grupo de los irrelevantes. Nos hemos acostumbrado a convivir codo a codo con la marginalidad, con los campamentos de migrantes y refugiados, con los sicarios y con sus víctimas, con los corruptos y los farsantes, con los que un día juraron servir al pueblo y acabaron riéndose de él.

Así vivimos, en medio de la contradicción. Cuando empezó la pandemia y mucha gente perdió el trabajo, adecuado o informal, y, por tanto, la posibilidad de llevarse un pan a la boca, muchos pensaron que los pobres, cual vándalos, asaltarían los supermercados y las casas de los ricos. Resulta que sucedió todo lo contrario: los corruptos (lindos muchachos, musculados, exitosos y sonreídos entre mansiones, carros de lujo y avionetas) se dedicaron a robar a los pobres, a golpe de sobreprecio, mezquineando mascarillas, fundas para cadáveres y kits alimenticios.

El coronavirus dejó en evidencia nuestra codicia y nuestras miserias morales, la precariedad de nuestro sistema de salud, la débil economía, la codicia insaciable de tirios y troyanos y la hambruna del pueblo llano. Pero, no sólo. Gracias a Dios, todavía hay entre nosotros gente buena, generosa y compasiva, capaz de compartir el pan y de sembrar esperanza, de soñar un Ecuador infinitamente mejor. Soy testigo de ello. A veces, un testigo molestoso con la mano extendida y experto, como fiel discípulo de mi tía Tálida, en provocar inquietudes.

En esta hora, toca restregarse los ojos y abrir la conciencia y, así, captar el dolor que nos rodea, la corrupción que todo lo emponzoña y el espectáculo sin fin de los que entran, apelan, recusan y salen, como Manolete, por la puerta grande.

Nuestro país necesita, sin duda, una profunda regeneración económica, una auténtica reingeniería que ponga a la persona en el centro de nuestras inquietudes sociales y políticas. Pero necesita también una profunda regeneración moral. Sólo personas éticas y compasivas tendrán la capacidad de ver al pequeño niño invisible, a este pequeño pueblo sufrido y arrojado por los pillos al fondo del basurero.