La violencia contra la mujer es una constante en este mundo de machos femicidas que todo lo resuelven a golpes. Deseo referirme especialmente a nuestro mundo latinoamericano donde los hábitos sociales y culturales de carácter patriarcal perpetúan comportamientos profundamente discriminatorios. Vivo convencido de que la educación es el arma más poderosa para que las mujeres conozcan y reclamen sus derechos a ser tratadas como personas, con respeto y dignidad.
La vida pastoral me ha enseñado que ser mujer, pobre e indígena multiplica el riesgo del maltrato. Cierto que muchas cosas han cambiado en Chimborazo y en el resto del país pero son muchas las mujeres que sufren discriminación y exclusión desde que nacen hasta que mueren. Se me ocurre que entre los infinitos derechos que hay que reivindicar está el derecho a una vida libre de violencia. Para muchas mujeres, hablar o denunciar es un auténtico calvario Y es que el peso de la tradición o de la vergüenza es demasiado. Por eso, me quito el sombrero ante las monjas y agentes de pastoral que “pierden su tiempo” enseñando a muchas mujeres a ser autónomas, aprendan a hablar y a denunciar para lograr una vida libre de insultos, provocaciones y golpes.
Con algún bruto, que tiende a ver la violencia contra la mujer como natural, me ha tocado discutir y tratar de hacerle comprender (difícil la cosa) que lo mejor que se merece el macho todopoderoso es que le nieguen la cama, el pan y la sal. La cosa se complica con las mujeres a las que les toca sufrir migración o refugio. Esta masiva itinerancia en situaciones de extrema pobreza y desarraigo, es un caldo de cultivo para ejercer el acoso y el abuso.
Hace unos días, visité, en la zona de San Blas, en Quito, la casa refugio que Caritas ofrece por medio de las Hermanas Oblatas, a familias enteras de extranjeros. Quizá muchos piensen que es una pérdida de tiempo y de recursos. A mí me supo a gloria respirar el aire puro de la dignidad y de la solidaridad en medio de tanto dolor. Es verdad que toca invertir, compartir y tener infinita paciencia, pero, ante las dificultades de la vida, estos restos de compasión son los que nos hacen humanos. Nos toca sufrir las consecuencias. Por eso, no se olviden del sinvergüenza de Caracas, encerrado en su isla de bienestar mientras el pueblo sufre lo indecible. ¿Se imaginan cuatro o más millones de venezolanos rodando por el mundo sólo por gusto?
Una vez más, me di cuenta de que son las mujeres las que mejor saben empoderarse de su destino y del destino de sus hijos Por eso, hay que ayudarlas a salir adelante, a superar la gran tentación de aprovecharse de ellas y, por supuesto, a darles una oportunidad, más allá del trabajo precario y de la economía informal.
Les doy mil gracias a mis hermanos de Caritas, a todos cuantos trabajan en el programa de movilidad humana. Dios les pague.