No deja de ser curioso y contradictorio que en un mundo globalizado e informatizado, dominado por la tecnología, el sonido y la imagen, comunicar de tú a tú cueste tanto. Pulsar una tecla es más fácil que tomar el pulso a la persona amada, al compañero de trabajo, al vecino de enfrente o a cualquier ser humano. Así ocurre en el matrimonio: comunicar es frecuentemente la asignatura pendiente. De acuerdo que no es fácil, pero nos va la vida en el intento. Se lo he repetido hasta la saciedad a muchas de las parejas a las que he acompañado. Con humildad, porque, al fin y al cabo, a mí me toca ver los toros desde la barrera.
La comunicación es algo más que palabras. Implica atención, cercanía, escucha y diálogo y, al mismo tiempo, estar dispuestos a arriesgar esperanzas y, a veces, decepciones. Especialmente, la decepción que supone descubrir el hecho de que uno siempre ama más que el otro.
La palabra siempre será un instrumento fantástico, pero insuficiente. Hay un lenguaje verbal y otro no verbal, simbólico, lleno de emoción y de contenido, en el cual es preciso educarse para poder llegar tanto a la inteligencia cuanto al corazón del amado. Más allá de lo biológico y lo pulsional, ¿no es acaso la sexualidad humana un lenguaje simbólico, amoroso y comunicacional? Separar el sexo del amor ha sido causa de un gran empobrecimiento, de un vacío difícil de soportar. Nos volvemos maduros cuando aprendemos a vivir y a compartir desde el interior. Entonces descubrimos que hasta el gesto más pequeño puede estar lleno de sentido y que todo sirve para transmitir significados y emociones: el tono de la voz, la mirada, el silencio, la caricia, el beso, el regalo,… Mi tía Tálida, experta casamentera, solía decir: “Arrímate, hijo, que todo ayuda”.
La lingüística moderna habla de significantes y de significados, de mensajes, emisores y receptores. Lo triste es que muchas veces lanzamos mensajes y usamos significantes que no significan nada, esclavos de una rutina aséptica y normalizada en el tiempo. Sea como fuere, es evidente que tenemos que cultivar la comunicación, cuidarla y protegerla de nuestros propios excesos. Nuestras relaciones dependen en gran medida de ella, de la capacidad que tengamos de decir nuestra propia verdad.
Muchos matrimonios se vuelven mudos, ausentes e invisibles y sólo se reconocen para tomar nota de lo molesto que resulta compartir la vida con el otro. Como toda relación humana, el matrimonio se resuelve en las distancias cortas, para bien o para mal. Cuando las distancias no se acortan, la gran tentación es huir o vivir como si el otro no existiera. El matrimonio no puede ser una barca a la deriva… Si la pareja no habla, no comunica, no expresa lo que siente y, además, no se deja ayudar… que el barco se hunda será sólo cuestión de tiempo. El tiempo que se necesita para decirle a un extraño: “Ciao, pescao”.