Probablemente, muchos ecuatorianos se sintieron ofendidos por la burla que el comediante inglés John Oliver hizo la semana pasada del presidente Correa. Otros, quizá, gozaron con ella; y otros, tal vez, sintieron vergüenza de nuestro Mandatario. Por mi parte, ver los cuatro minutos que Oliver dedica al presidente del Ecuador no me produjo ni ofensa, ni risa, ni vergüenza, sino pena y sorpresa. Pena de que sea el ridículo lo que se muestre de nosotros universalmente y sorpresa, no tanto de que nuestro Mandatario pudiera ser motivo de mofa, sino de que lo que se mostró de las sabatinas presidenciales pase desapercibido, sea normal entre nosotros.
Me explico. Nos hemos acostumbrado a consumir en ‘off’ las famosas sabatinas y todo lo que en ellas ocurre nos resbala. Estas, sin duda, son instrumento muy eficaz de propaganda gubernamental, pero reparamos poco en lo que en ellas sucede. Los medios organizan su agenda semanal desde lo que informan: se concentran en los anuncios presidenciales, en los insultos proferidos, en los enemigos y fantasmas construidos. Y el resto es diversión, drama, espectáculo y, sobre todo, comedia. Comedia que se nos escapa; que la miramos, nos divierte, nos hiere pero la dejamos pasar. Y eso, precisamente, develó el humorista inglés de la forma más sarcástica, cruel, pero vívidamente genuina. Es que, claro, visto con lentes de distancia, no es común, sino absolutamente ilógico, que un Presidente declare la guerra a los usuarios de redes sociales que discrepan con él; que, además, convoque a sus seguidores a acabar con ellos en el mundo virtual; no es normal, sino absurdo y violento, que revele en televisión nacional la identidad de un tuitero de 20 años que ha osado criticarlo; no es cosa que pueda pasar sin comentario ni mofa que un payaso haga entrada triunfal cuando el Presidente de un país se dirige a sus conciudadanos.
En su pieza, Oliver se burla hasta el delirio no de cosas que se inventa ni de imágenes trucadas, sino de lo que para nosotros es pan de todos los sábados, ingredientes cotidianos de nuestra política.
Así, lo que para los comunicadores del Gobierno serán, posiblemente, genialidades publicitarias; y para los seguidores presidenciales expresiones de un carisma excepcional; y para muchos de nosotros cicuta semanal, porque nos envenena la mente y el alma, para un comediante de otra latitud, que no vive nuestra realidad y nos mira con perspectiva, se trata de ridiculez en estado puro, material inigualable para la mofa, oro en polvo para destrozar la imagen de un político que se brinda en bandeja de plata para ello. Eso, les confieso, fue lo que me sorprendió. Me sorprendí de que las sabatinas ya no nos causen sorpresa.
Por eso, de ahora en adelante me propongo mirarlas íntegramente todos los sábados. Ya no con el afán de sufrir ni criticarlas, sino con el sano propósito de reír; distensionarme con lo jocoso de su espectáculo, solazarme con lo ilimitado de su ridículo y enorgullecerme por las buenas comedias que nos da la tierra.