“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos./ Será como abandonar un vicio,/ como ver que emerge de nuevo/ un rostro muerto en el espejo,/ como escuchar un labio cerrado./ Descendemos, mudos, al abismo” (Cesare Pavese).
Solitario, drogadicto, perdedor… Buscó como ningún otro artista pintor de su tiempo la verdad del arte, nunca la halló. De aquí el furor con que se trató él mismo y a los demás, en especial a las mujeres que fueron sus modelos y amantes. Pequeño (1,65 metros), débil: “enfermó de pleuresía a sus 11 años –dice Christian Parisot, en su biografía– y nunca dejó de estar mal”. La sociedad parisina lo consideró apuesto e irresistible.
“El demonio se agita a mi lado sin cesar”
Arrebatado, idealista, pertinaz, lucía como un dandi: “No sé cómo hacía, pero nunca conocí a nadie mejor vestido que él”, lo describió Picasso. Rondaba los salones vendiendo sus dibujos a precios irrisorios o recibiendo como pago un vaso de vino. Amedeo Modigliani (Italia, 1884-Francia, 1920). Amedeo: Dedo para su madre, Modi (“Maldito”), para sus amigos Blaise, Brancusi, Picasso, Cocteau… ¿Fueron sus amigos? Un día Picasso le inquirió que por qué lo odiaba tanto. “No te odio, te amo, yo soy el que se odia a sí mismo”, respondió Amedeo.
Durante su estancia en Venecia, el pintor y crítico Ardengo Soffici afirmó: “Difícilmente llegará el día en que alguien conozca al verdadero Modigliani, él vive encerrado en su mundo al cual no permite a nadie entrar”… Atormentado y extraviado, fue por el mundo atiborrado de alcohol y drogas, llegando a excesos insólitos.
Harto de consumir cocaína con hachís, acudió a una absenta llamada mominette (alucinante destilado hecho con papas y hierbas tóxicas). “El demonio se agita a mi lado sin cesar/ flota a mi alrededor cual aire impalpable;/ lo respeto, siento cómo quema mi pulmón/ y lo llena de un deseo eterno y culpable”, dijo Baudelaire.
Quiso pintar la naturaleza, lo que le provocó un inexpresable conflicto interior. La concepción mental de su obra, en este período, le generó confusiones que afectaron sus nervios. Su arte lo alcanzará en las ciudades y no en el paisajismo. Venecia fue testigo de su tormento: constatar su fracaso como paisajista.
Brancusi –quizás el más grande escultor del siglo XX– lo motivó para que se dedicara a la escultura. Lo hizo bajo la influencia de la cultura africana pero solo logró 27 piezas. Pintó retratos y desnudos. Colores oxidados que aluden a olvidos, formas ostentosas y alargadas, como si fueren deseos extendidos sin finales, cabezas ovales sobre cuellos de cisnes.
Venecia lo enriqueció con su arquitectura y museos, aunque él prefería recorrer los barrios y callejones de las zonas obreras, mercados y prostíbulos… El esoterismo estaba de moda, y Modigliani concurrió de la mano de un joven napolitano a veladas organizadas en una iglesia abandonada, donde bebían, consumían droga y realizaban prácticas ocultistas.
Su aventura veneciana duró tres años interrumpidos por sus viajes a Livorno y una creciente repulsa a los estudios “académicos”. Lupanares, bares, buhardillas de pintores fueron sus lugares preferidos, aunque tampoco se sentía bien en Livorno. Cada vez que llegaba a un lugar, ya pensaba en irse. Su irascibilidad se mostraba muy a menudo, lo que provocaba que se distanciara de sus amigos circunstanciales.
En sus noches bohemias, ebrio y acompañado de meretrices, buscaba drogas para calmar su ciclónica personalidad. Vértigo y menosprecio por la vida. Sus polémicas acababan en borrascosas reyertas. Obstinado, imperativo, no cedía un ápice en lo que mantenía. Su abuelo lo llamó “filósofo” por su voraz deseo de preguntar sin tregua.
De su paso por Venecia se han rescatado escasas piezas: dibujos, bocetos y cuadros de la familia Olper. De una excursión a las montañas de Misurina se conserva su retrato del Joven estudiante con una blusa azul. De Italia no se ha podido encontrar nada. Según testimonio de su hermana, Modigliani dibujaba y pintaba a toda hora y, apenas concluía un trabajo, lo destruía.
Violento, rencoroso, fatuo, fue el típico artista marginal subyugado por la droga que caracterizó a los artistas de fines del siglo XIX e inicios del XX, tiempo en el cual impusieron moda y modo de vivir los representantes del simbolismo y el parnasianismo franceses. Vivir los extremos, consumir lo “maldito” para morir joven y legar un cadáver hermoso. Esa fue la filosofía de vida que asumió Amedeo Modigliani, el pintor de los ojos vacíos.
En los históricos barrios bohemios parisinos grabó su silueta breve y consumida, elegante y refinada, inacabable traje de terciopelo pardo, camisa amarillenta y bufanda rosa, desafiando el ácido paso del tiempo con su desvaído sombrero estilizado, de aquellos que usaba el capitán Alatriste.