El economista Morgan Housel ha desmentido con datos las dos hipótesis más divulgadas sobre la supuesta dependencia que Estados Unidos tiene de China.
El primero de sus hallazgos, basado en información oficial norteamericana del 2010, refleja que en gastos de consumo norteamericano, apenas un 2,7% se dedica a adquirir bienes fabricados en China.
Los norteamericanos se gastan el 34% de sus ingresos en vivienda, 13 en comida, 11 en seguros y pensiones, 7 en salud y 2 en educación. Eso suma un 70% del gasto, cantidad que se emplea casi totalmente en productos o servicios “made in USA”.
La idea de que hoy los norteamericanos fabrican menos cosas no se confirma en la realidad. Según Housel, en 1950 U.S. Steel producía seis millones de toneladas de acero con treinta mil empleados. Hoy produce siete y medio millones con cinco mil trabajadores. El problema no está en China, sino en el aumento de la productividad por trabajador estadounidense.
Los norteamericanos se benefician al contar con una enorme fábrica China, generalmente subordinada a una empresa americana, que elabora productos baratos. Si un televisor chino cuesta USD 300 en lugar de USD 500, la diferencia sirve para gastarlo en comer fuera, viajar o ir más a la peluquería. Significa más puestos de trabajo en otros sectores de la economía.
El segundo mito deshecho por Housel es el de China como acreedor decisivo de deuda americana. Es cierto que el país debe la astronómica cifra de USD 14,9 billones (trillones en inglés): más del 100% anual del PIB, pero los chinos sólo compraron el 7,6%, es decir, USD 1,13 billones (trillones en inglés).
La mayor parte de esa deuda está en manos norteamericanas: el Seguro Social posee 4,4 billones (trillones en inglés), la Reserva Federal 1,6 y los inversionistas privados, más los gobiernos locales, 3,8. Incluso, otros extranjeros – japoneses e ingleses combinados– poseen 1,4 billones de deuda americana. Una cifra superior a la que acaparan los chinos.
Además –agrego yo a los datos de Housel-, hay un incentivo positivo en la existencia de esa deuda: el que China mantenga una conducta moderada y tome en cuenta los intereses del deudor.
Salvo alguna gente desequilibrada, cualquier acreedor o negociante razonable intenta no irritar a su principal cliente.
Esta actitud de Pekín se comprobó hace unos años cuando Lula da Silva trató de reclutar a los chinos para una maniobra política antinorteamericana.
Sus interlocutores lo escucharon pacientemente, pero al cabo le explicaron que la manera más segura de proteger los intereses chinos era asegurándose el bienestar de su principal socio comercial. Su negocio era vender neveras, no combatir al “imperialismo yanqui”. Lula se fue desconsolado.