La economía estadounidense lleva años intentando ejecutar una de las operaciones más complejas de su historia reciente: desacoplarse, aunque sea parcialmente, de la manufactura china. Pero como en cualquier entrega de Misión Imposible, la misión se complica a cada paso, los objetivos cambian sobre la marcha y los obstáculos se multiplican. La diferencia es que aquí no hay máscaras de látex ni acrobacias imposibles: lo que está en juego es la estabilidad de cadenas de suministro globales que sostienen industrias completas.
A pesar de los anuncios políticos, las promesas de reindustrialización y las estrategias de “nearshoring” y “friendshoring”, Estados Unidos sigue atado a la capacidad industrial china. En sectores estratégicos como el tecnológico, el automotriz, el farmacéutico y los bienes de consumo, la dependencia no solo persiste: en algunos casos, se profundiza.
El caso de la tecnología es ilustrativo. Gigantes como Apple, Dell o Intel siguen confiando en China para el ensamblaje de dispositivos y la producción de componentes clave. Aunque parte de la producción se ha trasladado a India o Vietnam, la columna vertebral de la cadena sigue anclada en el delta del río Yangtsé. China representa más del 35% de las exportaciones globales de productos electrónicos, lo que refleja su peso dominante en el sector.
En el ámbito automotriz, el avance de los vehículos eléctricos ha reforzado la centralidad de China. No solo produce a gran escala, sino que lidera el procesamiento de materias primas críticas como el litio, el cobalto y las tierras raras. Más del 70% del litio procesado globalmente y alrededor del 60% del cobalto pasan por sus plantas. Incluso los fabricantes que ensamblan sus autos en suelo estadounidense o mexicano dependen directa o indirectamente de materiales chinos.
El sector farmacéutico tampoco escapa. Cerca del 80% de los principios activos de los medicamentos que se consumen en Estados Unidos provienen de China o de India, que a su vez se abastece en buena medida del mercado chino. Durante la pandemia, bastó con que unas fábricas chinas cerraran temporalmente para que escasearan antibióticos y analgésicos en todo Occidente.
Los bienes de consumo, desde ropa y calzado hasta electrodomésticos y juguetes, completan el cuadro. Aunque ha habido cierta diversificación, China sigue siendo el proveedor principal, representando más del 30% de las importaciones estadounidenses en este rubro. Su eficiencia, infraestructura y red de proveedores hacen que, por ahora, resulte insustituible.
Frente a este escenario, la respuesta más visible ha sido el uso de aranceles. Desde 2018, Washington ha gravado cientos de miles de millones de dólares en productos chinos con el objetivo de nivelar la balanza comercial y presionar por reformas estructurales. Pero la eficacia de esta política ha sido, cuando menos, cuestionable. Las tarifas aumentaron los costos para consumidores y empresas estadounidenses, sin lograr un cambio profundo en las dinámicas comerciales. Incluso durante la Administración Trump, los aranceles se levantaban y se restablecían con frecuencia, especialmente en bienes que resultaban esenciales para la propia economía estadounidense, como teléfonos móviles u ordenadores.
La diversificación, por tanto, no es solo deseable, sino necesaria. Y aunque hay avances —como el crecimiento del nearshoring en México o la expansión de Apple en India—, la transición será larga. Replicar la capacidad industrial de regiones como Shenzhen lleva años, y construir ecosistemas industriales desde cero es una tarea titánica.
En definitiva, Estados Unidos intenta cumplir una misión crítica y compleja: reducir su dependencia sin romper sus cadenas. Pero como en cualquier cinta de Misión Imposible, el reloj avanza, las amenazas se multiplican y el éxito —si llega— será parcial, costoso y plagado de giros inesperados.
*José Félix Valdivieso, Director de IE China Observatory, autor del libro “China para los nuevos bárbaros” (Nola editores, junio 2024).