La democracia en su acepción más sencilla, es un procedimiento para tomar decisiones políticas. Se espera que los ciudadanos, en realidad sus representantes, decidan en temas de su competencia.
Las personas elegidas, en una democracia representativa, toman decisiones en temas de interés general en nombre del “pueblo”; la legitimidad de esas decisiones tienen sustento en la representación que ostentan, las formas que deben seguir esas decisiones (particularmente en la formación de las leyes) y la correspondencia de las mismas con límites y objetivos previamente establecidos en la Constitución y en los instrumentos de derechos humanos.
Se confía, aunque la experiencia demuestra lo contrario, que las decisiones de esos representantes además de legítimas sean correctas. Esto, reduciendo su complejidad, implica que se pueda alcanzar con ellos un estado de cosas dentro de los límites que determinan los derechos y libertades de las personas.
Una de las razones por las que los políticos están expuestos a un conjunto de críticas y opiniones por sus acciones, es que al representarnos (bien o mal) aceptan un protagonismo, una notoriedad que les expone al juicio público; voluntariamente se someten a un escrutinio que los demás ciudadanos no tenemos que sufrir o tolerar.
Muchos aspectos de la vida de políticos, funcionarios públicos y gobernantes no tienen relación con su cargo deben mantenerse fuera del debate.
No existe sistema político que impida las malas decisiones, evite totalmente los errores o la corrupción, pero las cualidades de quienes son elegidos pueden contribuir para disminuir esos riesgos. Obviamente se requiere de ciertas condiciones institucionales, sistemas de rendición de cuentas, participación social, estudios técnicos, etc.
Mejores elecciones, además de la cultura democrática de los electores, dependen de la información que tenemos para determinar a quiénes elegiremos: ideología, historia política, formación, calidad ética, compromiso democrático, conflictos de intereses, propuestas.
Al votar por un candidato tenemos la legítima expectativa de que podrá ejercer su cargo durante el tiempo para el que fue electo. Nadie en su sano juicio esperaría que se garantice que no enfermará o morirá, pero sí esperamos que tenga las condiciones para cumplir con su encargo. La salud física y mental de los candidatos se asume, se presupone. Por cierto, la discapacidad no es una enfermedad y no impide de forma alguna que una persona sea candidata, sea electa y cumpla el encargo político.
Sin embargo, cuando se cree que un candidato tiene problemas de salud que pudiesen afectar en sus obligaciones los electores tenemos derecho a preguntarnos y discutir el tema; calificar de miseria humana a quien lo plantea demuestra incomprensión de lo que significa interés general y un uso inmoral del poder para limitar la discusión de temas que los ciudadanos tenemos derecho a preguntarnos y conocer.
@farithsimon