Las sociedades necesitan algunos mínimos para funcionar como espacios de convivencia, como sitios de encuentro. Mínimos sin los cuales volvemos a las cavernas; sin los cuales cada persona es materia prima de la explotación, instrumento del poder, número. Mínimos sin los cuales la ética se transforma en disparate, la dignidad es tontería y la decencia es disparate pasado de moda.
Mínimo de derechos que son patrimonio de las personas y no concesión del poder. Mínimo de seguridad para estar, vivir, construir familia y planificar el futuro. Mínimo de respeto. Mínimo de libertad para pensar, discrepar o coincidir. Mínimo para desobedecer, si es preciso. Mínimo para leer. Mínimo para ser cada cual a su modo, y según sus convicciones.
Mínimo de leyes que sean justas, de decisiones previsibles del poder. Mínimo de certeza. Mínimo de alegrías para reírse de todos y de todo, para dibujar nuestras rebeldías, soñar tiempos menores, pulsar otros horizontes, largarse adonde quiera sin rendir cuentas a nadie.
Lo contrario de esa sociedad de los mínimos -en la que puede florecer una forma de ser humano distinta y genuina-, es la sociedad plena de controles, saturada de tributos, agobiada de publicidad y atosigada de propaganda. Lo contrario es un mundo sin espacios libres, sin intimidades, sin decisiones autónomas. Lo contrario es la sociedad de las mayorías, la de los tumultos, la de los griteríos, la de los mandatos incuestionables, la de las relaciones montaraces y los decires hirsutos. La sociedad dependiente del Estado.
Lo de los máximos y los mínimos no es asunto exclusivo de la política. Es tema sustancial de la sociedad y de las personas. Es asunto ético de cada cual. Las sociedades abiertas, libres y tolerantes, apuestan a los mínimos y dejan que las personas llenen el mundo de cada cual con sus opciones, sus valores y sus intereses. Las otras, son totalitarias, copan los espacios, saturan las conciencias, fatigan los espíritus. E imponen. Su recurso es la imposición y su meta la llenura y la transformación de
las personas en piezas de la maquinaria portentosa del Estado.
Yo apuesto a una sociedad de mínimos. La otra, la de los máximos, nos considera y trata como a menores de edad. La otra, nos impone rangos y bedeles, gustos y lecturas, modelos y metas. Yo prefiero arriesgar a la incertidumbre de la libertad, y no a la seguridad de la sumisión. Prefiero el descampado a la sala llena de humo. Es preferible, sin duda, la incomodidad y los riesgos de las decisiones propias y no la medianía de las reglas hechas, de las respuestas automáticas, de los comportamientos pautados.
¿Qué será mejor, apreciado lector, la seguridad de los máximos ajenos e impuestos, o la aventura de los mínimos nuestros, que son reto y desafío?
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