Elon Musk quiere colonizar Marte; Jeff Bezos (Amazon), viajar al espacio; Peter Thiel (Palantir), adquirir los derechos de la fuente de la juventud; Sam Altman (OpenAI) y Ray Kurzweil (Google), depositar sus mentes en computadoras por los siglos de los siglos; Mark Zuckerberg, refugiarse en el metaverso… Ellos constituyen el grupúsculo de milmillonarios que puede comprar el mundo que habitamos.
Musk es centelleante. Viste como adolescente y fractura convenciones sociales. Por esas cosas extrañas de la historia es el hombre más rico del mundo y devino referente venerado por millones de jóvenes que aspiran a ser como él, al menos su clon o su embrión. Su fortuna desborda el planeta y se esparce por los bordes rastreando negocios en otros satélites.
“¿Hacia dónde vamos, quiénes somos, qué hemos hecho, qué haremos?”
En el fondo, los milmillonarios tiemblan porque están convencidos de que se acerca el fin de nuestra civilización, y no están alejados de la verdad, aunque no en el sentido apocalíptico que ellos lo asumen: el fin del mundo. Alguien dijo que es bendecido quien tiene cabeza y riqueza porque sabrá utilizarla, ellos solo olisquean donde hay dinero para acrecentar sus imperios y buscar lugares donde no puedan ser devorados por los “monstruos” que ellos mismos crearon.
Cuenta Douglas Rushkoff, ícono de la cultura ciberpunk, que en 2017 fue invitado a dictar una conferencia en un resort (lugar de recreación con un sinfín de sofistiquerías para placer de sus omnipotentes usuarios), en un lugar desértico de California. Lo esperaban los seis milmillonarios, dueños y señores de la industria tecnológica mundial emperifollados en sus ropas exclusivas.
Para su sorpresa le propusieron coordinar un debate sobre las posibilidades de residir en otro planeta. Nada que se relacione sobre sus conocimientos, sino abrir un conversatorio sobre las probabilidades de sobrevivir en Marte, Júpiter, Saturno… y hacerlo a su entera complacencia.
¿A qué atiende su miedo cerval? A la catástrofe que sobrevendría si la tecnología funda un mundo de servidumbre humana sometida a las invenciones tecnológicas. Devastación de la naturaleza, estallido nuclear, estampida de virus desconocidos, rebelión de las máquinas, guerra biológica… Quizás a morir sin saber si van a vivir eternamente.
Alberto Magno, el santo sabio, condensó en una palabra la terrible desazón de interrogarse qué ocurrirá después del morir. “¿Duraré?”, exclamó, cuando vio cerca su partida. Los magnates tecnológicos han cambiado radicalmente el mundo y sienten miedo de que sus formidables descubrimientos los sepulten.
En todo caso, la élite da por descontado que se vislumbra una debacle peor que cualquier guerra o pandemia de las cuales guardamos testimonio; lo único que quiere es huir, y para ello apertrecharse de planes que les permita abroquelarse ante semejante amenaza.
En esta reunión no se advertía la guerra mundial económica que iba a desatar Donald Trump. Tampoco se presentía que Elon Musk iba a ser la mascota de Trump. Los días de político bisoño parece que van apagándose para Musk, pero aún deambula iracundo por la Casa Blanca con su hijo en hombros, braveando contra los viejos asesores de Trump y herido de muerte por los desastres que sufre Tesla por las siniestras travesuras económicas y sociales de su amigo presidente.
El colapso ambiental y la guerra biológica son las dos amenazas que inoculan mayor miedo a los magnates tecnológicos. ¿Qué hacer? ¿Inaugurar sus búnkeres en el Himalaya; en Burundi, el país más miserable del mundo, o en Lesoto, un famélico país que nadie sabe dónde está y el más castigado por Trump? Los milmillonarios de la tecnología van y vienen resguardados por los más acreditados mercenarios del mundo pero, ¿cómo saber si el instante menos pensado obren en su contra? Destruir las leyes de la física, economía y moral, y escabullirse del desastre que tienen en mientes, es ahora su único horizonte.
Vemos lejos los desastres cuando no nos atañen. ¿Asumimos que la tierra no es nuestra sino que pertenecemos a ella? Los titanes de la hipermodernidad carecen de sentido social, están convencidos de que esparcir trillones de IA dentro de mil años es más importante que los ocho mil millones de adefesiosos gusanillos de carne y hueso que habitamos este mundo “ancho y ajeno”.
Lo cierto es que las 56 guerras que asuelan al mundo, el tecnoautismo (sumisión a computadores, celulares, tabletas…), el capitalismo extractivista y, en nuestra región, dinosaurios enloquecidos que saquean y obnubilan a sus pueblos, nos emplazan a creer que vivimos los últimos estertores de un mundo loco y enfermo terminal.
“Quo Tendimus, Qui sumus, Quid Fecimus, Quid Faciemus”: “¿Hacia dónde vamos, quiénes somos, qué hemos hecho, qué haremos?”