Empecemos haciendo un análisis económico de un pasaje bíblico: miremos con ojos de economista la multiplicación de los panes y los peces.
Desde el punto de vista económico, el milagro consistió en convertir la escasez en abundancia. Así de sencillo. Claro, lograr eso es un tremendo milagro, pero al menos es fácil de describir.
Claro que si bien esa es una de las historias bíblicas más fáciles de describir, también es una de las más complejas de interiorizar; al menos al autor de esta columna siempre le había sido complejo entender el mensaje contenido en la descripción del milagro.
Hasta que un día, el milagro se volvió realidad ante los ojos de todos los ecuatorianos. Un día, un domingo para ser exactos, los ecuatorianos que estábamos hundidos en una recesión que, como lo íbamos a averiguar poco después, a esas alturas ya llevaba tres trimestres consecutivos de contracción, los ecuatorianos que estábamos mirando como la economía del país y las economías personales se estaban achicando, de golpe vimos cómo la escasez se convirtió en abundancia.
Ese domingo, ese 17 de abril, el día siguiente del terremoto de Manabí, ese país que estaba en tan tremenda crisis, ese país que sólo contaba con “cinco panes y dos peces”, un país que estaba viviendo su peor recesión en una década y media, ese lindo país de milagros generó, nadie sabe de dónde, una extraordinaria y emocionante ola de donaciones para los damnificados del terremoto.
Las personas y las empresas, las instituciones sin fines de lucro y los gobiernos seccionales sacaron fuerzas de donde no existían y Manabí empezó a recibir caravanas de camiones con donaciones y centenares de voluntarios que convirtieron una época de escasez y de crisis en una celebración de dar cariño al prójimo, en algo muy cercano a un milagro.
Y el país sonrió, nos mostró su mejor cara, sacó a relucir lo mejor que tiene: los ecuatorianos y su infinita generosidad. Y se extrajo lo mejor que podía haberse extraído de una horrible catástrofe natural.
Personas pobres que donaban comida, posiblemente sacrificando su alimentación del día siguiente, grandes empresas instalando hospitales de campaña y pidiendo a sus empleados que mantengan en reserva el trabajo porque la idea era “ayudar, no promocionarse”. Mil razones para enorgullecerse del país y sus ciudadanos.
Pero los milagros no existen. O no pueden existir. Y poco después vinieron reformas tributarias que, con la excusa del terremoto, cancelaron la desaparición de las salvaguardias, subieron los impuestos a las gaseosas y aumentaron dos puntos del IVA. Todo eso para luego cubrir un déficit que ya era enorme, incluso antes del terremoto.
Y mataron el milagro. Lo mataron. Y en serio que era un milagro.