En las últimas semanas han muerto ahogados centenares de hombres y de mujeres ante las costas italianas. En su inmensa mayoría se trata de personas jóvenes que buscaban una vida mejor… El Mediterráneo se ha ido convirtiendo en un gran cementerio de cuerpos y sueños.
Y poco a poco, casi sin darnos cuenta, nos hemos ido acostumbrando a las noticias, a las imágenes terribles de ojos hundidos y desesperados, perdidos en medio del dolor.
Las cifras apenas conmueven nuestro corazón, demasiado endurecido, entretenido en la diaria tarea del buen vivir.
Muchos países receptores de migrantes han ido tomando la resolución de declarar delito la inmigración irregular. A raíz de la crisis económica, los países receptores ofertan planes de retorno más o menos forzado, recortan el derecho de reagrupamiento familiar, amplían por meses y meses la retención de personas en situación irregular, con la posibilidad de ser expulsadas a cualquier país que tenga firmado un convenio de repatriación… Y todo ello con la vergonzosa justificación de que está en riesgo el futuro del llamado “estado del bienestar”.
Guste o no a los poderosos de este mundo, estas medidas son discriminatorias, perpetúan la injusticia y son causa de enormes sufrimientos. Bastaría con recordar la Carta de los Derechos Humanos fundamentales reconocida por las Naciones Unidas. Unidas más por los intereses de los poderosos que por el dolor de los pobres.
Más allá del bienestar de los países desarrollados y de sus cifras macroeconómicas, nunca deberíamos de perder de vista las personas concretas de carne y hueso que un día fueron acogidas, no por piedad sino por interés, y que, de pronto, sin previo aviso, se convirtieron en desechables… No es casualidad que el papa Francisco clame contra la “globalización de la indiferencia”.
Algún día, esa incapacidad para mirar de frente a los desposeídos del mundo nos pasará factura.
La Iglesia, en su doctrina social, siempre ha reconocido el derecho de las personas a la emigración, viendo en ella un recurso más que un obstáculo. Así se ha construido el mundo desde el inicio de la historia y de ello los europeos tienen harta experiencia.
La tengo yo, en mi Galicia natal, testigo de infinitos adioses, familias rotas, lágrimas y casas vacías, en un tiempo en el que un trozo de pan era un tesoro. Precisamente por ello, duele tanto la criminalización de las personas migrantes. Si se apuesta por la globalización y por el libre mercado, también debería apostarse por la globalización del empleo, la libre circulación de las personas y, sobre todo, la solidaridad.
¿Qué mundo estamos construyendo, cuando somos capaces de usar y tirar a la gente al ritmo de nuestro interés? ¿Podremos vivir indiferentes ante semejante tragedia? Por eso, me uno al coro de los que en este momento gritan: “No a la criminalización, no a la prisión, no a la deportación de los migrantes”. Por justicia. Por compasión. Por sentido común.