El Gobierno nos ha enfrentado a temas decisivos durante los últimos meses: nuevos delitos y nuevas sanciones en el Código Integral Penal; nuevas reglas para la educación universitaria, como la sustitución de la tesis para graduarse; regulaciones al etiquetado de alimentos con la intención de mejorar la salud pública…
El remezón de la semana fue la recategorización de las universidades. Unas subieron y otras bajaron, dentro del propósito de la Senescyt de que en el futuro desaparezcan las de las categorías C y D, como ya sucedió con las de la categoría E.
La lista fue consultada por decenas de miles de personas, en su mayoría estudiantes preocupados por el prestigio de su universidad y por el valor de su título, y padres preocupados por la calidad de su inversión educativa. Las reacciones de alegría contrastaron con las de frustración, al punto que, a propósito de la introducción del ‘viernes negro’ en la cultura local, se pudiera decir que se vivió un ‘miércoles negro’.
El ente evaluador ha usado parámetros objetivos, como el número y la calidad de profesores, el número de alumnos graduados, la investigación y la innovación en los centros universitarios tras la última evaluación. Pero, como se deduce de los argumentos de quienes se sienten perjudicados, se han dejado de lado aspectos importantes.
Por ejemplo, al categorizar a una universidad como un todo no se tiene en cuenta que ésta pudiera tener carreras que superan el promedio. Otro tema es el costo-beneficio: hay que reflexionar si lo que se está evaluando como mejor en las universidades privadas está necesariamente relacionado con lo más costoso. También hay que ver hasta qué punto el sistema sanciona a las instituciones que han sido rigurosas con la graduación y beneficia a las que han sido laxas.
El tema de fondo es, como en todos los asuntos sobre los que se nos pone a ‘debatir’, que los procesos de mejoramiento muchas veces desconocen los puntos de vista de los protagonistas, lo cual inevitablemente lleva a desen- cuentros y a rectificaciones sobre la marcha, como sucede con el Código Penal o con el etiquetado. En el caso de la educación superior, el propósito de mejorar el rendimiento y desterrar la mediocridad, como señala el titular de la Senescyt, deja muchos muertos y heridos y, sobre todo, resentidos. Se ha llegado a hablar de daño moral.
Es verdad que la reforma universitaria no se habría dado por generación espontánea, pero el afán de rectoría y control es muy fuerte. René Ramírez dice que el resultado es un rendimiento más alto del sistema y que hay que interpretarlo debidamente. ¿Pero el mejoramiento universitario pasa necesariamente por una calificación que se presta a malas interpretaciones? Por ahora, lo que queda es que cada universidad siga luchando para poner a buen recaudo su prestigio y, sobre todo, el interés de sus alumnos.