El voto es obligatorio y los ciudadanos tendrán que cumplir, salvo que se sometan al castigo y paguen la multa o justifiquen la ausencia. Ante la ineludible obligación y el desconcierto que, para algunos o muchos, significa concurrir al escenario electoral en las actuales circunstancias del país, es compresible que surja una inquietud parecida al miedo, por considerar que el voto llegaría a ser cómplice de previsibles desastres institucionales y políticos.
Motivos para tal síndrome hay suficientes. Se peleen en plena campaña electoral los dirigentes de los organismos de control en una imitación a una riña callejera; se debate de manera irresponsable si seguimos o desechamos la dolarización; si nuestra legislatura debiera ser bicameral en vez de una sola cámara o si los ciudadanos debemos estar armados hasta los dientes para combatir la delincuencia; se desconocen las listas de para elegir el nuevo parlamento a menos de dos meses de ir a las urnas y en el plano internacional se desconoce si el socialismo del siglo XXI trabaja para sus candidatos en el Ecuador o para la derecha.
Estos conjuntos desbordan el chiste y linda con la sintomatología de una idiocia colectiva donde la regla se comió a la excepción.
La campaña electoral no ha generado protagonismos de candidatos ni polarizaciones como suele ser común en América Latina. La percepción de que los males son muchos y más poderosos que las posibilidades políticas es muy fuerte, como también que no existen salidas como en el caso de Chile o un movimiento de histórica hegemonía como el peronismo en Argentina es agobiante.
El caso del miedo a votar es tratado en un excelente libro e de Eduardo Tironi sobre el triunfo del No contra la dictadura de Augusto Pinochet. En esa coyuntura era explicable el miedo, luego de 17 años de terror y horror; por tanto, podía considerarse un riesgo acercarse a decidir sobre un proyecto donde se preguntaba si se estaba de acuerdo con la permanencia del dictador en el poder. ¿Cuál era la garantía del secreto del voto en un régimen feroz? El autor y otros analistas reconocen el efecto que produjo la visita de Juan Pablo II a Chile en 1987.
Consideran que sembró la semilla de la esperanza y la alegría a las nuevas generaciones que habían nacido después del bombardeo al Palacio de La Moneda. Y el pontífice lo hizo con el ejemplo entrando al Estadio Nacional de Santiago, arrodillándose y pidiendo perdón por las barbaridades que allí se cometieron. Ganó el No y le siguieron varios gobiernos democráticos hasta el presente.
En el caso de Ecuador el miedo es diferente. Entre varios aspectos destacan: el miedo a que aumente el desempleo, los niveles de pobreza y miseria; que se decida aprobar la desdolarización sin recurrir a un referéndum o que se garantice el uso de armas por los ciudadanos y que en las principales plazas del país se reproduzcan escenas de las películas del viejo oeste americano.