El miedo

Pese a todo, las nuestras han sido sociedades de confianza, certezas y creencias. Comunidades en las que el vecino, el colega, el pariente, fueron, con las excepciones de rigor, los seres de todos los días, aquellos que hicieron nuestra circunstancia. El “prójimo” fue parte de nuestra cercanía, porque las distancias y las barreras nunca fueron definitivas. Un gesto, un mensaje bastaban para anularlas. Era posible, entonces, el saludo con la mano apretada, el abrazo y el beso en la mejilla. Era posible contar con los “otros”.

Ahora, la pandemia inaugura la desconfianza y suplanta los saludos con gestos equívocos y distantes. Así, en breve tiempo, de la certeza hemos llegado al miedo, y el prójimo, de amigo probable, ha pasado a la terrible categoría sospechoso, infectado, indeseable. El miedo es poderoso. Ha anulado el turismo, y marca con soledad y silencio las calles, paraliza ciudades; se cancelan vuelos, se hunden las bolsas del mundo, y se llenan los supermercados de compradores histéricos.

Estábamos firmemente instalados en las convicciones del progreso indefinido y de la prosperidad a la vuelta de la esquina. Estábamos, muy cómodos, sentados en el sofá de las certezas. Terremotos, inundaciones y descalabros políticos, de cuando en cuando, hacían sonar las alarmas y nos recordaban que lo precario y transitorio eran parte de nuestro mundo. Pese a todo, nada nos movía, como ahora, de esa sociedad.

En poco tiempo, las certezas se han diluido, y la invasión viral ha puesto en evidencia que la civilización está hecha de remiendos, que la humanidad, pese a su carga de soberbia y ciencia, en lo sustancial, es la misma de la Edad Media, que el “destino manifiesto” no es ser dioses como habíamos pensado, sino lidiar con infecciones, sobrevivir entre la contaminación y la ruina del planeta, volver a lo primario, mirar al suelo, lavarse las manos, tomar precauciones olvidadas. Ser, otra vez, simplemente personas enfrentadas a los riesgos.

El miedo está estacionado como niebla. El tema está en obrar disciplinadamente y según las normas, en no dejarse vencer por la angustia, asumir el momento sin ceder al pánico, inaugurar nuevamente el respeto, la prudencia, las reglas de convivencia que naufragaron en una sociedad cuyo destino parecía asegurado.

Depende de cada uno entender lo que ocurre, tomar en serio las cosas y actuar como manda la prudencia, la responsabilidad y los mínimos estándares de colaboración. Depende de cada uno entender que lo que vivimos es, probablemente, un fin de época; asumir que vienen un mundo y una sociedad nuevos, cuyos perfiles ni siquiera adivinamos; y un Estado que deberá ser otro, una política que deberá enterrar la caduca forma de dominar de los pequeños caudillos y sus desplantes y disparates.

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