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Hace muchos años, un prominente abogado me dijo que “la verdad no se usa en el Ecuador”, terrible afirmación que generalizada a todos en el país resulta una afrenta, pero que lamentablemente es cierta de algún número de personas entre nosotros. Aspecto esencial del drama que vivimos es, para parafrasear a Fromm, el miedo a la verdad. Los humanos tenemos una enorme propensión al auto-engaño, a la preferencia por “no pensar en cosas feas”, a no querer admitir nuestras faltas, y a más bien culpar a otros de nuestros errores y penurias. Elijo tan sombrío tema para mis últimas reflexiones de este año por el deseo permanente, aunque más acentuado en la época navideña, de felicidad para quienes amo y aprecio, y por la habitual idea de que es bueno fijar metas para el año que vendrá.
Claro que quiero que mis seres amados y amigos sean felices, y no solo en Navidad. Pero tiene poco sentido y me resulta vacío desearles una “Feliz Navidad” si son incapaces de construir su propia felicidad. Con frecuencia quisiéramos ser quienes hacemos la felicidad de nuestros seres amados, y hasta de nuestros amigos y amigas. Especialmente cuando de niños y jóvenes se trata, nos resulta tentador asumir sus responsabilidades, protegerles de dolorosas realidades, ser quienes tomamos sus decisiones y resolvemos sus problemas. Pero al pretender, en genuina pero contradictoria expresión de amor o de amistad, que somos nosotros y no son ellos quienes les harán o no felices, estimulamos su miedo a la verdad y les hacemos menos capaces de serlo, ahora y en el futuro.
¿Queremos Navidades felices? ¿Vidas felices? Creo que no puede haberlas huyendo de la verdad. Solo se puede alcanzar aquel nivel de razonable paz interior y bienestar emocional que entiendo por felicidad si se ha aprendido a enfrentar las a veces duras realidades, incertidumbres, decepciones y angustias de la vida y, no obstante, a construir la propia capacidad para restablecer el equilibrio interior y para amar. Por eso, para que mis seres amados y mis amigos puedan en efecto ser felices, y no solo en la Navidad, deseo fervientemente que enfrentemos la muy triste verdad de que, tanto en lo personal como en lo social, mostramos marcadas tendencias a ser desconsiderados, socialmente egoístas, carentes de sentido de responsabilidad, despreciativos, dogmáticos, prepotentes, abusivos, dañinos unos con otros; y que en consecuencia la nuestra es una sociedad con altos índices de racismo, clasismo, intolerancia, crueldad, dolor, desesperanza e infelicidad.
Y de ahí fluye una buena meta para el nuevo año: trabajar en cambios profundos en creencias, actitudes y comportamientos, para ir erradicando aquellas realidades que una gran mayoría de nosotros tiende a negar, por simple miedo a la verdad que impide enfrentarla y cambiarla.