Las sociedades premodernas vivían acosadas por demonios que adoptaban formas descomunales, monstruos que combinaban lo humano con lo animal, brujas que se movían en casas con patas de gallina, aunque Satanás solía esconderse en alguna joven belleza. El miedo imponía restricciones sobre quienes querían salir de la aldea.
Luego las ciudades fueron amuralladas por miedo a los invasores que llegaban para arrasar, matar, incendiar, violar a mujeres, esclavizar a los vencidos. El miedo siempre estuvo presente: a la peste, los terremotos. A la ira de Dios.
Más tarde surgieron otros miedos: a los monstruos concebidos por la psiquiatría y la criminología del siglo XIX, a los asesinos en serie, a los extraterrestres. A los niños de mi generación nos educaron en el temor a los bacilos y el cáncer. A los de fines del siglo pasado, al sida.
La humanidad ha creado instrumentos para el terror: armas, máquinas de tortura, cámaras de gas, bombas atómicas, napalm. Guerras entre naciones, guerras mundiales, guerras entre pandillas, terrorismo. Envenenamos el aire, el agua.
Las sociedades actuales crean constantemente motivos de miedo: nuevas gripes, tabaco, alcohol, drogas, y hasta alimentos. Tenemos miedo, pánico de lo que pueda surgir de las manipulaciones genéticas. El miedo cunde en las ciudades. Se teme al extranjero, al que llega arrojado del campo o de otro lugar del mundo. Los más ricos y poderosos viven entre murallas, protegidos por perros policías, guardias, circuitos cerrados de TV, demandan una arquitectura y un urbanismo que resguarden sus privilegios.
El miedo es uno de los temas favoritos de los medios de comunicación de masas y de la prédica de los moralistas, es parte de la habladuría cotidiana. Crea un ambiente en que el poder legitima su maquinaria de control sobre la subjetividad. ¿Hasta qué punto los aparatos policiales y jurídicos no están destinados a mantener cierto caos como condición de la necesidad de “las fuerzas del orden”, de la “violencia legítima”? Habría que hurgar hondo en la sociología del miedo.
Zygmunt Bauman sostiene que la vida en la ciudad está atravesada por la convergencia y confrontación de aspiraciones humanas contrapuestas: la libertad y la seguridad. La libertad tiene que ver con el encuentro de lo diverso, con el afán de aventura, con la posibilidad de cambio, la mezcla con el extranjero.
Pero a mayor libertad crece la inseguridad. Los seres humanos se debaten en medio de esta contradicción. Abundan negocios que ofrecen lo uno o lo otro: nuevas experiencias sexuales, nuevas drogas, deportes al límite. Barrios amurallados, automóviles blindados. Aparecen soluciones políticas beatas (prohibición del alcohol, de la fiesta nocturna) que nos acostumbran a la sumisión y el miedo.