Columnista invitado
Escribo desde España, país muy liberal y avanzado en protección de derechos y libertades. Por eso tal vez la benevolente sentencia en contra de La Manada, ese grupo de matones que humilló, aterrorizó y violó a una mujer de 22 años, ha causado una conmoción de la que los españoles aún no se recuperan y que les ha obligado a preguntarse qué anda mal con su sistema de justicia, pero sobre todo con su sociedad. Y pienso, si así está España, ¿cómo está Ecuador?
Y pienso en Micaela. Hace un año, después de haber vivido algún tiempo en Buenos Aires, regresaba a Ecuador y sus amigos le organizaron una despedida. Entre la alegría y la nostalgia, ella bebió de más, estaba entre amigos, ¿qué podía pasar? Pues que, aprovechándose de su estado de indefensión, un supuesto amigo, ecuatoriano también, la violó.
Consciente de que algo no estaba bien, Micaela confrontó a su agresor. Él, cobarde como todo abusador, negó que algo hubiera pasado. Sin embargo, en la memoria de su cuerpo, que quería gritar, llorar y maldecir por cómo fue violentado, tenía el recuerdo del abuso al que fue sometida. Todo se confirmó cuando su agresor, como todo “macho” que se respeta, alardeó ante sus amigos que finalmente se había “cogido” a la chica que tanto lo había rechazado.
Micaela lo enfrentó nuevamente y, ante el peso de la evidencia, el machito se vio obligado a reconocer lo que había sucedido: “Cogimos, pero fue solo un ratito, no tiene importancia”, “Debes asumir tu responsabilidad por haberme provocado”, “Mejor no hacer un revuelo al respecto”, “Que dirán”.
Pero Micaela es valiente y lo denunció, dando voz a todas aquellas mujeres que son abusadas y prefieren callar para que no se las juzgue y condene, porque nuestra sociedad pacata y miserable ha decidido que una mujer que bebe, que se viste sexi o que vive sola, está provocando y lo que le suceda es su responsabilidad. Ya lo dijo esa funcionaria de pacotilla cuando, ante el brutal asesinato de Marina y María José en Montañita, quiso responsabilizarlas por viajar solas. Y es que en Ecuador, como en muchas partes del mundo, no se comprende la sencilla idea de que, para el absoluto e irrestricto respeto a sus derechos, a su cuerpo, a su intimidad, es irrelevante que haga, como se vista o como viva una mujer. Que las mujeres no están ahí para provocarnos. Que la absoluta y total responsabilidad de un abuso recae en quien lo cometió y jamás en su víctima.
Y cuando termino este artículo sigo pensando en Micaela, en el profundo dolor que siente y que quizás apenas alcanzo a comprender, pero también en su coraje y su fortaleza, que espero nos den una lección a todos. Y pienso también en Antonia, mi hija, para quien la valentía de mujeres como Micaela probablemente forje un mundo mejor.