Mi primer encuentro con Borges tuvo lugar en San José de Costa Rica, una tarde de llovizna, en octubre de 1964. Fue un encuentro sin presentimientos, como ocurre siempre en el infinito juego de azares y certidumbres imprevistas que es la existencia, según él mismo enseñaba.
Y así me detuve frente a las vitrinas de la librería Lehmann que solía exhibir sus novedades acomodadas sobre un lienzo de seda recogido en pliegues, como si se tratara de estuches de joyas o frascos de perfume. Entonces, como todo es obra del azar y de los espejos, estaban allí esperándome las tapas grises de ‘Ficciones’. Borges del otro lado de la vitrina mojada y yo mirándome en ella y en sus libros como en el espejo que prefija la continuidad de los encuentros hasta el infinito.
De vuelta en mi casa, recuerdo, puse mi firma en las portadillas, y la fecha, un hábito escolar de herrar los libros al entrar en posesión de ellos, que he perdido, pero que me sirve ahora, al volver a ese ejemplar tantas veces manoseado, para comprobar cuándo fue realmente que empezó Borges a ser mi maestro de primeras letras.
En apariencia, quizás no haya nada tan lejano al mundo de Borges como el Caribe, de donde yo vengo, y de donde venía cuando me encontré la primera vez con él bajo una garúa centroamericana; entonces, para un aprendiz de escritor recién graduado de abogado, ir de Nicaragua a Costa Rica era como atravesar el mundo; ya no digamos la distancia que en todos los sentidos mediaba entre Managua y Buenos Aires, de donde llegaban en mi infancia, sin embargo, las revistas Billiken y El Peneca. Pero fue el mismo Borges quien alguna vez estableció esas conexiones mágicas con el Caribe, cuando recuerda en Historia universal de la infamia a “el moreno que asesinó a Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe?”.
El Caribe, que tiene mucho que ver con el sur de Borges, porque son parcelas distantes de un mismo territorio arcaico.
Recabarren, el patrón de la pulpería que tendido en el camastro va a presenciar pronto un duelo, o Juan Dahlmann, que empuña con firmeza el cuchillo que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura a que lo maten, también podrían haber sido parte de historias de la Nicaragua rural y ganadera.
Borges no dejaba de apuntar que la pasión de Flaubert por limpiar cada párrafo de repeticiones y rimas impertinentes no era sino una manía de quien lee, pero no un estorbo para quien escucha, porque a fin de cuentas la prosa es oral; y que la mejor manera de escribir un relato de ficción es en verso, para hacer que el lector reconozca, a través del artificio, que se trata de mentiras, como en una penitencia constante.
Sergio Ramírez
La Nación, Argentina, GDA *
*El artículo completo está en La Nación.