Algunos políticos, empresarios, trabajadores, estudiantes, dirigentes y dirigidos, con las excepciones de rigor, viven atrapados en el dilema de medrar o prosperar. Incluso el país está anclado, desde siempre, en semejante disyuntiva. El cinismo, por un lado, y el esfuerzo limpio, por otro, marcan las dos vertientes culturales del Ecuador y América Latina. La democracia deformada es también una versión de ese drama. La historia es el testimonio de semejantes modos de ser y de vivir. Salvo casos puntuales, tal historia es la crónica de la derrota de la honradez a manos del acomodo, de la pérdida del rigor moral ante el ascenso de la vulgaridad y la haraganería.
“El vivo vive del tonto y el tonto de su trabajo” es la consigna que refleja la índole de alguna gente a la que hay que enfrentar, o tolerar, en la vida cotidiana; es el dicho que expresa la irresponsabilidad que satura el ambiente, la que sintetiza la teoría de la “sapada”, la que anima a muchos profesionales, obreros, candidatos a todo, vagos de cartel, pobres diablos y hombres de club, porque entre quienes medran los hay de cuello blanco, de poncho o de corbata. Los hay de alto coturno y de condición modesta. El país mismo no acaba de decidirse entre medrar de la política y de las ofertas de salvación, u optar por la prosperidad basada en la libertad y el trabajo.
La verdadera revolución probablemente esté en cambiar las costumbres y despojarse de los complejos de explotación, del resentimiento, de la lectura de la historia con la lupa de la culpa ajena. Tras la práctica de medrar a costilla del prójimo, o del Estado, están esos sentimientos. El electoralismo es una forma de medrar de la ingenuidad y de las ilusiones de la gente. Tras el estatismo está agazapada la animosidad burocrática de vivir del erario nacional, cerrar contratos jugosos, o al menos, irse de viaje con paz y salvo oficial, o quizá “presentar la carpeta” y llenar la vacante de ocasión.
El palanqueo y el telefonazo, o la corrupción desembozada, son tácticas de quien medra, en tanto que la prosperidad legítima alude siempre al esfuerzo limpio y productivo, a la iniciativa, a la sujeción a las reglas, al mérito como sustancia del éxito, o al menos, a la íntima satisfacción moral de hacer lo que se debe y honrar los valores en que se cree.
Lo que marca la diferencia entre el desarrollo y el desorden, entre la integridad y la corrupción, es el hecho de que en algunos países, o comunidades, predomina la vocación por medrar e ir por la ruta torcida, por sobre el compromiso de prosperar sometiéndose al rigor de las reglas y al respeto a los derechos.
¿No estará allí la clave de muchas cosas? ¿No se podrá leer la historia desde esta perspectiva, en lugar de seguirla escribiendo e interpretando desde el ritmo del pasillo? ¿No será bueno someter a la sociedad a la prueba de la verdad?