Cuando escribí el artículo que quiso ser la ‘biografía’ de nuestra casa-sede, contaba que hubo una gallera en el terreno cercano al que hoy ocupa nuestra Academia.
No frecuento galleras, y el único alboroto sobre batallas de gallos que recuerdo fielmente y con pasión, es el del gallo del Coronel que aún no tiene quien le escriba. Nunca sabremos si el gallo que dejó su hijo muerto ganó la batalla destinada a salvar al coronel, a su esposa y su pueblo, pero al ser un gallo literario, es un gallo eterno. Garantiza su existencia la leve inmortalidad de la palabra.
Hacia 1850, en la parte de la calle Cuenca que hoy ocupamos, existían casas sencillas, sin ornato. En 1875, se aprobó en Quito la Academia, y sus fundadores ‘instalaron’ la corporación, a la manera de otras academias, en la vivienda de uno de sus miembros, en este caso, en la que pertenecía al suegro de don Julio Zaldumbide, la del viejo Conservatorio Nacional. En ella se consolidó ‘una de las mejores tertulias literarias de Quito’. En sus patios, en tiempos felices, proclives al gozo del teatro y la lectura, se hacían representaciones y, según Jurado, existen apuntes de doña Blanca Martínez de Tinajero en los que consta que Juan León Mera, fundador ambateño de la Academia de la Lengua, preclaro escritor, tomaba parte en dichas reuniones, junto con su esposa, con la relativa asiduidad que le permitía la distancia Ambato-Quito-Ambato.
Hasta hoy, nadie ha confirmado que la casa situada frente a la Plazoleta de La Merced que perteneció a los Onrramuño y Arteaga, de apellidos sonoros, fuera la que se nos entregó en 1905, casi en ruinas. Jorge Salvador Lara aporta un dato más preciso: ‘es un edificio colonial de dos patios, construido en el siglo XVIII al borde de la quebrada que atravesaba el centro de Quito de Oeste a Oriente”… El edificio no es de factura netamente colonial, pero los dos patios son reminiscencia de los viejos tiempos. Parece que a fines del siglo XVIII y durante casi todo el XIX, funcionó en ella la primera biblioteca pública de Quito, la famosa ‘de los jesuitas’, antes alojada en la antigua Universidad de San Gregorio. El Precursor Espejo pudo haber dirigido el traslado de aquella colección magnífica a este edificio de la calle Cuenca, motivo por el cual la plazoleta de La Merced se denominó “Doctor Espejo”. Pero estamos en el terreno de la conjetura.
Años después, trasladada la biblioteca a un ámbito más grande, debieron habitar la casa sucesivos tenderos, pasantes de pluma, tinterillos, chamarileros, buhoneros, traperos; individuos y familias que convirtieron esta casa en uno más de los conventillos del centro colonial quiteño, de los cuales, poco a poco, con esfuerzo digno de resaltarse, han procurado deshacerse, con historias contradictorias de dignidad y dolor, los sucesivos gobiernos de la capital.
Debo algunos de estos datos, tanto a don Fernando Jurado como a la ‘Historia de la Academia Ecuatoriana de la Lengua’, escrita por el estudioso Franklin Barriga López.