Quien escribe opinión, recoge el pensamiento de muchos y lo comunica a través de su palabra, convirtiéndose, por lo tanto, en la voz de una persona o una comunidad. Hoy soy Laura, Pepita, Magdalena, Juan, Fernando; una ciudadana quiteña con autorización específica de quien me envió esta carta que transmito, su diario vivir.
Vivo cerca de La Magdalena y trabajo en las cercanías de la Mariana de Jesús. Padezco a diario gracias a mi único medio de transporte: el público. Unidades atestadas de gente, ruido en los altoparlantes, inseguridad y velocidad. Aun así, un tramo que debería tomar no más de 15 minutos, me demora casi una hora y media. Ni pensar en leer una revista, un cómic, no se diga un buen libro. En pocas palabras, semanalmente pierdo 10 horas que nunca recuperaré y peor, escuchando, a todo volumen, chistes paupérrimos de alguna radio, que no culturizan, pero sí dan dolor de cabeza. Lidiando, además, con choferes y controladores que ponen en peligro nuestras vidas. Junto a miles de pobres ciudadanos que, al parecer, no tenemos los mismos derechos que “todos”. ¿El Alcalde no se ruboriza, se avergüenza, ante el hecho de que en un período de gobierno, no ha mejorado los servicios públicos de transporte? ¿No es este servicio de todos? ¿No debería asegurar que lleguemos a nuestros puestos de trabajo a tiempo y con buen estado de ánimo? Decidí actuar. Me cansé de rogar que bajen el volumen, de suplicar que respeten la ignorada Ley de Tránsito, de pedir que no nos empaquen como sardinas en lata y de sufrir vejaciones. Llamé al servicio de quejas que, a manera de heroísmo oficial, grita un número al que se puede llamar para exigir que se cumpla la ley. Un mugroso cuadrito ubicado tras el chofer. Fue peor. El 1800 EPMMOP es una verdadera burla. No es un número gratuito y la demora en la atención es casi dolosa, con textos y cancioncitas que poco a poco le hacen perder a uno la poca paciencia que queda. Finalmente, parece que se acerca el fin del calvario y resulta que de las cinco opciones de enlace, ninguna es para transporte ni nada parecido. Saldo de celular en cero, solución al conflicto toreada, paciencia agotada, impotencia, tristeza, iras.
Como epílogo vergonzante, al bajar en la poco funcional parada, busco alguien que defienda al usuario: la queja respectiva a los tres muchachitos malhablados que fungen como policías municipales de tránsito, el consiguiente tonteo y la muda respuesta, direccionando hacia el otro policía, aquel que se mete en su patrulla con otros dos a pasear. Y no termina: “Nosotros nos encargamos sólo en casos de flagrancia”. Una lágrima rueda por mi mejilla y la seguridad plena de que estamos indefensos ante tanto delincuente, que gana dinero de nuestros impuestos. Y apenas soy Laura, una de miles y miles de maltratados en este Quito de nadie.