¿Quien mató a los partidos? Los partidos políticos se murieron hace un tiempo y por ahí nos quieren convencer que fue por su propia ineptitud, pero esa teoría de un ‘suicidio colectivo’ es poco convincente, sobre todo porque también hubo reformas constitucionales que debilitaron los partidos, sobre todo aquellas reformas que buscaron reducir el poder de la Asamblea y dar más poder al Presidente.
Lo central aquí es tener claro que la gente se mete en política para llegar al poder, pero solo tiene incentivos para formar partidos si lo que se busca es llegar a la Asamblea. Pero si en la Asamblea no hay ‘poder’, los partidos pierden su sentido. Para explicar este punto, hagamos una reducción al absurdo e imaginemos un sistema político que no tenga función legislativa. En un mundo así, los ciudadanos podrían elegir al Presidente y a los gobiernos seccionales y, en ese caso, lo que habría serían movimientos políticos absolutamente caudillistas (porque solo habría elecciones unipersonales y no existiría ninguna razón para agruparse).
Por lo tanto, si no existiera Asamblea, no habría partidos con intereses distintos a los de sus caudillos y solo habría movimientos para llevar a una persona a la Alcaldía o a la Presidencia. Pero habría muy pocos incentivos para que esos movimientos se agrupen, creen coaliciones o se integren territorialmente.
Afortunadamente en el Ecuador todavía existe una función legislativa, pero es solo un pálido reflejo de lo que fue en 1979 cuando retornamos a la democracia. En ese año la Cámara Nacional de Representantes podía fijar el salario mínimo, destituir ministros, asignar recursos públicos, aumentar el gasto público, crear y derogar impuestos, no tenía que apurarse aprobando leyes urgentes y elegía a los superintendentes y a los miembros de la Corte Suprema. Eran, por lo tanto, gente poderosa. Desde el punto de vista de un político sí tenía sentido llegar hasta ahí y para tener un bloque grande era necesario tener un partido nacional. La existencia de ‘poder’ en el Legislativo daba sentido a la existencia de partidos grandes.
Pero las reformas constitucionales de 1983 y 1996 les quitaron a los asambleístas el poder de fijar los salarios, asignar recursos públicos, derogar impuestos y elegir a la Corte y les pusieron bajo la presión de las ‘leyes urgentes’. En la Constitución de 1998 se les quitó el poder de destituir ministros y con la última constitución no eligen ni a los superintendentes. Ya no tienen poder. Y entonces lo que vemos son maquinarias electorales para llevar gente a las alcaldías, las prefecturas o la Presidencia.
Quizás ciertos asambleístas abusaron de su poder cuando tenían mucho, pero quitarles ese poder fue peor que simplemente regularlo, porque nos quedamos con unos diputados sin poder y un país sin partidos.