Matar en nombre de Dios

En su viaje a Albania, el papa Francisco ha denunciado, con la claridad y la fuerza moral que le caracterizan, la pretensión fundamentalista de matar al enemigo en el nombre de Dios. No es que los cristianos seamos históricamente inocentes, pero algo aprendemos cuando releemos el evangelio de Jesús con mayor humildad y confianza en Dios. Más de una vez nos ha tocado, con dolor, desandar el camino andado, los viejos pasos perdidos en los mil laberintos del poder y de la violencia.

En el nombre de Dios no se puede hacer daño a nadie. En el nombre de Dios no se puede matar, torturar, desplazar, desaparecer o humillar a ningún hombre y mujer de este planeta. En el nombre de Dios sólo se puede hacer el bien. Así lo dice el evangelio y el sentido común.

¿Qué Dios es ese que no cura las heridas de la violencia que ejercemos contra nosotros mismos y contra nuestros hermanos? El Reino de Dios no se impone a sangre y fuego, sino por medio de un amor compasivo, tierno y fiel, capaz de ensanchar el horizonte de la justicia. Por eso, los predilectos de Jesús fueron siempre los pobres e insignificantes, las personas barridas por las mareas del poder, las víctimas de esta cultura de muerte, llena de codicia, que atenaza al hombre y enfrenta a los pueblos (norte/sur; oriente/occidente). Las sociedades crean sus propios dioses y sus propios demonios (sistemas políticos destructivos, intereses excluyentes y “guerras santas”). Y qué mejor justificación que un dios despiadado y suficientemente cruel como para amparar nuestros crímenes…

En medio de la barbarie, yo pienso que Dios es sólo un pretexto… Cualquier violencia fundamentalista contradice el amor de un Dios que ama al mundo hasta entregar al Hijo y que ama a todos apasionadamente. No hay catedral, ni mezquita, ni sinagoga que pueda encerrar a Dios.

Desde estas latitudes (¡tan lejos y tan cerca!), fácilmente podemos caer en la tentación de pensar que el tema no nos afecta ni la sangre nos salpica. Nada más equivocado. Las palabras de Francisco son muy lúcidas: asistimos a una Tercera Guerra Mundial fragmentada en diferentes escenarios de muerte y violencia. Todos estamos amenazados. Por eso, no podemos quedar indiferentes ante la lógica del poder humano, siempre tentado de sacralizarse.

En estos días se han oído voces que identifican religión con violencia, sembrando la duda de si este mundo podrá ser humano mientras viva bajo la tutela religiosa. La religión, como cualquier otra realidad, puede ser manipulada, al menos mientras la codicia sea más fuerte que el deseo de la paz. La crueldad no tiene sitio en el proyecto de Jesús. Así, lo que nos justifica no es el poder, sino el hecho de dar un vaso de agua al sediento por amor.

Insisto. Quien es de Dios sólo hace el bien, busca la justicia y ama la paz.

​jparrilla@elcomercio.org

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