Vienen tiempos de máscaras, disfraces e inocentadas; tiempos de dejar de ser uno y aparentar ser otro. Quien usa la máscara esconde su yo; ostenta lo que no es, disimula lo que es. Un gesto por el cual quien la usa dice al mundo: “Ya no soy el que era, ahora soy otro”.
Toda transformación encierra algo de secreto, obscuro e ignominioso. Toda metamorfosis es misteriosa y ambigua, tiende a esconderse; de ahí la máscara.
Desde que el hombre existe, la máscara estuvo junto a él; la necesitó para ocultarse bajo una falsa identidad, aparentar ser otro: más feroz que un tigre, más terrorífico que un dios. Bastó mirarse en un estanque y decir: “Soy nadie, soy como todos, seré Otro” e inventó la máscara.
El enmascaramiento es algo inherente a la naturaleza del ser humano. Nuestra conducta está marcada por el juego del engaño y la apariencia. Freud, Marx y Nietzsche, filósofos de la sospecha, desentrañaron el probable sentido de este oscuro impulso que nos impele al disfraz.
En lo que a nosotros concierne, pueblos andinos y mestizos, sostengo que hay dos rasgos que han marcado nuestro ser colectivo: el enmascaramiento y la orfandad. Me referiré a lo primero. Para ello, es inevitable regresar a lo que ya expuse en mi libro “Identidad y formas de lo ecuatoriano” (Eskeletra, 2005). Hay un dicho popular que nos retrata: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Una conducta que siempre nos ha definido es esta tendencia a esconder lo que profundamente somos: nuestro origen y filiación mestiza; ello conlleva a ostentar aquello que no somos y a lo que, con toda el alma, anhelamos copiar: lo extranjero (europeo, o yanqui).
El huir de sí mismo, el ir tras sus quimeras es lo que hace del mestizo un hombre con un hondo vacío interno, un vacío que quiere llenarlo con presencias ajenas.El ¿quién soy? Es su incógnita; el ¿cómo vivir?, el ¿cómo amar?, el ¿cómo morir? son sus frustraciones. Si la esencia del mestizo es un enigma, su existencia es una agonía. Somos comediantes por adaptación social. Si queremos sobresalir en una sociedad en la que todos esconden su identidad hay que ser buenos actores. Pueblo mitómano e imaginativo, la mentira es nuestra mayor flaqueza, pero también la fuente de nuestro ingenio.
La mentira nunca es sana, pero entre nosotros puede ser lucrativa aunque siempre estéril porque a la par que nos niega, nos empequeñece. La máscara pasa a ser el rostro y el parecer deviene en una forma de ser.
Lo ridículo adquiere atuendo de dignidad; lo trágico cómico de las actuaciones se diluye en el patetismo con el que llevamos nuestras vidas. El camino de las paradojas está entonces abierto: somos auténticos en la mentira y en la verdad, falaces. El actor se vuelve cómplice del personaje. No importa ser Nadie, lo que vale es parecer Alguien. Si hay en todo esto una ética, no es otra que la ética de la simulación.