Celebro haber cumplido dos de las promesas que me hice hace 360 días: no adquirir un BlackBerry ni pertenecer a una red social. Cuando traté de ser amable con un amigo que me pedía la redundancia de ser su amigo -como si no bastara la evidencia de años-, tuve que inscribir mi nombre en su red. Al minuto me llegaron ofertas tan imposibles de aceptar como imposibles de satisfacer.
Aunque he ido aceptando poco a poco mi entrada en las tics, que no son los gestos involuntarios de un rostro sino las tecnologías de la información y la comunicación, rechazo por el momento la viciosa posibilidad de estar siempre conectado, como lo están muchos amigos. Viven con la vista y la atención puestas en una pantalla, como el fumador al tabaco y el yonqui a la heroína, sin preguntarse por qué diablos y con qué sentido adquirieron el vicio.
Me enerva verlos pendientes del último correo electrónico, espiando la pantalla debajo de la mesa, diciendo ‘perdón’ por compromiso e interrumpiendo la conversación cada diez segundos. Simulan mantener abiertos los canales de sus sentidos, responden con mensajes de texto, leen los titulares de las noticias y celebran algún chiste cibernético con automatismo.
Las tecnologías que servirían para comunicarnos están incomunicando a un número cada vez más grande de seres humanos. Cada vez hay menos gente consciente de lo que sucede en su entorno, por no decir en sus narices. La hiperinformación está creando una generación de ensimismados mal educados, resueltamente adictos al desgaste muscular de los dedos de la mano. Cada cierto tiempo levantan la cabeza y se dan cuenta de que existe un mundo distinto.
No quiero añadir más costumbres a las ya adquiridas. Sé que millones de usuarios de estos artefactos aprendieron a hacer con rapidez muchas de las cosas que nunca pudieron hacer despacio, por ejemplo, pensar y redactar frases con sentido. Yo pertenezco a una generación que dejó de hacer las cosas de prisa al salir de la adolescencia. Por eso, creo que el chat y el BlackBerry estimulan el cogito interruptus. Léase bien: el pensamiento interrumpido.
Pertenecer a una red social, ¿para qué? Ya resulta difícil hacerse entender en los periódicos. No creo que Roberto Carlos haya sido feliz por tener “un millón de amigos”, ni que la popularidad que acompaña a una figura pública en sus redes sociales sirva para reducir las desgracias de su vida. Un ser humano sensato no debería aspirar a muchos amigos sino a crear filtros que impidan la invasión masiva de desconocidos que dicen ser sus amigos.
Vivimos vidas ‘líquidas’, como las define Bauman. Salir del anonimato y exhibirse no cambia las mediocridades de una vida ni añade más solidez a quien la tiene. ¿Twitter, chat y BlackBerry? No, gracias.