Después del noviembre memorable de 1989, un coro unánime pareció levantarse en todo el mundo para entonar responsos por la muerte de Marx y el socialismo, declarando al mismo tiempo que las diferencias entre la izquierda y la derecha habían perdido su sentido. Poniendo un poco de atención se podía descubrir, sin embargo, que la aparente unanimidad era precisamente eso: aparente. Aquí y allá, ya sea en tono vergonzante o como un claro desafío, muchas voces empezaron a recobrar el valor de levantarse para proclamar que Marx no había muerto, sino apenas un conjunto de países que en su nombre habían inventado un sistema autoritario muy distinto del socialismo cuyo primer esbozo se encontraba en sus libros.
Sorprendido como todos por ese como vuelco de la historia, fui de aquellos que creyeron que las diferencias entre la izquierda y la derecha no habían desaparecido, y lo dije por escrito. Para mí, como también para muchos, el pensamiento de Marx conservaba la validez teórica que le había permitido fecundar algunas de las corrientes más prometedoras de Occidente, aunque era imposible no reconocer que había dejado de ser una opción concretamente realizable. Se trataba, por lo tanto, de una validez cuyo sentido solo se desplegaba en la medida en que podía fundamentar la crítica permanente del sistema capitalista. La vigencia de la izquierda y la derecha, en consecuencia radicaba en la distancia que podía separar, y de hecho separaba, a quienes creían inevitable y positivo el imperio del capital y del mercado, de quienes creíamos que aquel era en el fondo el imperio de una nueva barbarie.
Ha pasado un cuarto de siglo de aquellos sobresaltos y los ecos de esos viejos debates parecen ya apagados. Para los ecuatorianos de hoy, ese claro panorama parece haberse disipado como si hubiese sido dibujado en las nubes, y un ambiente de perniciosa confusión se ha instalado en todos los discursos.
Independientemente de lo que el Ecuador puede haber ganado al disponer de nuevas o remozadas infraestructuras físicas, parece ya incuestionable que ha perdido en claridad de ideas, en conciencia ciudadana, en capacidad de crítica. Tan pronto como en un extremo de la mesa se empieza a hablar de unidady de consenso, en el otro se sataniza los acuerdos y se convierte en delito la humana discrepancia.Un sesgo oblicuo parece desviar los razonamientos más sesudos y una sombra de sospecha se extiende sobre todas las intenciones. La desconfianza campea y se recela del vecino; se pide vigilancia y seguridad pero se protesta contra ella; se proclama autonomías y se busca compromisos; se acepta fácilmente que el sol brilla por las noches y que el día está para el descanso; se condena la capacidad de reír y se practica la ferocidad; se dice que la crítica pertenece a la derecha y a la izquierda la sumisión.
¿Qué hacer, entonces, cómo encontrar un referente indudable, como aquel que en otro tiempo tuvimos, para saber en qué costado quedan las izquierdas? Todo parece indicar que va llegando el momento de empezar otra vez, desde el principio.
ftinajero@elcomercio.org