Son 15 meses entre agosto de 1962 que murió Marilyn Monroe en su domicilio de los Ángeles, y noviembre de 1963 que fue asesinado John F. Kennedy en Dallas. Cuando hace más de un año el mundo recordaba a la rutilante estrella de Hollywood a los cincuenta años de su prematura muerte, ya estuvo inmortalizada como el símbolo femenino de “la eterna coqueta”, inalcanzable por quienes han intentado llenar ese vacío, como Angelina Jolie, Scarlett Johanson, Nicole Kidman o París Hilton.
También hace pocos días, páginas enteras y titulares de prensa destacaban los cincuenta años de la trágica desaparición del Presidente de los Estados Unidos.
El vínculo que unió momentáneamente a los dos, tal vez en sus vidas privadas, pero que se hizo público, tiene justificación humana a partir del trabajo diario de ella como artista de cine, y de él como político en ejercicio del poder presidencial de la primera potencia del mundo. Esas dos rutinas buscaron el equilibrio entre la seducción femenina y el enigma de todo hombre, y sus aureolas se descubrieron a partir de mayo de 1962, cuando la mujer-estrella del cine en un acto político del Partido demócrata en el Madison Square Garden de Nueva York le cantó el Happy Birthday, y al final Kennedy le agradeció diciéndole que por ella hasta podía retirarse de la política, frases que confirmarían lo que Marilyn declaró alguna vez a la prensa: “Los maridos no son nunca amantes tan maravillosos como cuando están traicionando a su mujer”.
Después de tres meses, en el verano de ese año, Jacqueline Kennedy viajó por vacaciones con su hija Caroline a Rabello -costa sur de Italia para gozar del mediterráneo y sus playas. Se hospedó en el mismo Palacio que, en su tiempo, ocupara el último Rey de Italia Víctor Manuel III, y allí conoció a Gianni Agnelli el dueño de la FIAT, considerado como Rey sin corona y el playboy más famoso del mundo por su vida, lujos y mujeres, quien se deslumbró al ver a la delgada y bronceada Primera Dama de los Estados Unidos, enfundada en una ropa que moldeaba su cuerpo y escuchar su voz cautivante. La cortejó sutilmente y la invitó a su casa en la isla Capri y a pasear en su yate. Luego vinieron las notas de prensa publicadas en los Estados Unidos y las fotografías de fiestas en clubes nocturnos y bailando descalza en la lujosa cubierta de dicho yate, así como otras de Caroline jugando en la playa; y, el inmediato telegrama de Kennedy: “…un poco más de Caroline y menos de Agnelli”.
Ni eso apresuró su retorno. Volvió a Washington después de tres semanas. ¿Serían estos hechos una respuesta a los deslices del joven Presidente? A más de cincuenta años de esos recuerdos, dirán en el mundo: así se apagaron esas potentes luminarias llevándose a la eternidad sus intimidades de alcoba.