María Moliner (1900-1981)

Por 1915, aún adolescente, dictaba clases particulares de historia, matemáticas y latín para ayudar a su madre a solventar los gastos de la casa y a educar sola a sus cuatro hijos. No era feminista, pero nos dio lecciones del mejor feminismo: intelectual activa, todo conocimiento la deslumbraba: se licenció en historia y obtuvo trabajo como bibliotecaria y archivera. Con su esposo, físico brillante y catedrático universitario, y sus cuatro hijos pequeños sufrieron la crueldad de la guerra española.

Las palabras ejercían tan alto poder en ella que, sin título de filóloga ni de lingüista, solo con antiguas prácticas juveniles sobre estos temas, ya mediada su vida, se entregó con pasión a la lexicografía, su profunda vocación: hacia 1945, ‘esboza las primeras fichas, pergeña los criterios léxicos que le llevarán a construir su más importante y trabajoso propósito intelectual’ y a partir de 1951, convencida del valor de la obra que planea elaborar, dedica a ella su cotidianidad: sobre una mesa cuadrada, en el comedor familiar, están el Diccionario etimológico de Corominas, el ideológico de Julio Casares, el diccionario académico; junto a ellos se despliegan numerosas fichas mecanografiadas en su Olivetti o manuscritas, con minuciosas observaciones; en cada papeleta, la palabra, sus definiciones posibles, las ideas que sobre ella ‘se le venían’; consultas, añadiduras, supresiones, correcciones.
Nada quedaba al azar, pero nada se daba por terminado. Así armó desde la a a la zeta, según su propio ‘anuncio’, “el primer diccionario de la lengua española en que los artículos de la Academia han sido rehechos con definiciones respaldadas en aquellos, pero ajustadas al momento actual, exactas, precisas y concisas; desmenuzando cada acepción en los distintos matices a que el uso la adapta”.

Entre 1951 y 1966, construyó la obra de su vida, que hoy lo es de la nuestra: lo proclama su hija: ‘mi madre quería organizar el mundo a través de las palabras…’. Con su Diccionario de uso del español, hizo a nuestro idioma y a los académicos, penosamente reacios a reconocer su extraordinaria labor con una silla en la Real Academia, el regalo del reconocimiento, no ya de las palabras empleadas por ‘autoridades’, es decir, por los grandes escritores cuyas obras sirvieron de base para la redacción de nuestro primer diccionario, el ‘de autoridades’, sino de los términos de uso de todos, advirtiéndonos, entre tantas lúcidas nociones, que el gran autor del acervo lingüístico de un pueblo, y la autoridad respecto de una palabra es cada hablante con su vida a cuestas, su necesidad de decir, de escuchar, de entender…

Doña María encarna una vieja sentencia de Alfonso X El Sabio: “Ca bien assi como el cantaro quebrado se conoce por su sueno, otrosi el seso del ome es conoscido por la palabra”: ‘Porque así como el cántaro roto se reconoce por su sonido, el seso del hombre es conocido por la palabra’…, (y el de la mujer, para hacer honor a aclaraciones del tiempo que vivimos).

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